Huelva es una provincia bastante desconocida en Andalucía, en España aún más. Desde el siglo XIX, el colonialismo británico explotó hasta la saciedad la franja pirítica del Andévalo y, de paso, destruyó buena parte del medioambiente de numerosos enclaves mineros. La privatización de las extensas tierras comunales, a partir de 1855, implantó un capitalismo latifundista que empobreció masivamente al campesinado, empujándolo progresivamente a la emigración o la minería. La brutal represión de Queipo de Llano, con los mineros y la clase media republicana en el punto de mira, terminó por desmovilizar y hundir en una larga pesadilla a la inmensa mayoría de los onubenses.
El desarrollismo franquista desembarcó en Huelva con la implantación de un Polo industrial, altamente contaminante, que absorbió parte de la despoblación del interior de la provincia y destruyó el estuario de Huelva, literalmente. Además de dejar los suelos inservibles para cualquier vida animal y vegetal, hubo empresas —como Fertiberia— que tuvieron el detalle de regalar a los onubenses unas inmensas balsas radiactivas de fosfoyesos a punto de reventar. La crónica de un gravísimo desastre medioambiental anunciado sólo es superada, cotidianamente, por el incesante golpeo del cáncer entre los vecinos de la capital y alrededores.
En los años sesenta del pasado siglo, la lógica desarrollista tenía que haber desecado Doñana, pero, contra todo pronóstico, el franquismo creó en 1969 el Parque Nacional de Doñana, aunque con una letra pequeña: la puesta en marcha de 35.100 hectáreas de regadío en su entorno. Este descomunal proyecto se redujo casi en una tercera parte, pero nunca se paró, al contrario, se intensificó con la explotación de pozos, que hasta 2018 no fueron ilegalizados.
En el otro lado del litoral onubense, la política comunitaria de pesca, tan favorable para Marruecos —el socio francés por excelencia—, desmanteló una por una las flotas pesqueras de casi todos los puertos, a cambio de más tierras de regadío y miles de viviendas de segunda residencia o grandes hoteles en primera y segunda línea de playa. Un turismo insuficiente y mal planeado, un fracaso en toda regla.
Desde mediados de los años 80 del siglo XX, la política socialista fue soplar con viento a favor de los regadíos, nunca se plantearon desmantelarlos pese al riesgo evidente que suponía para Doñana. Así pues, los pueblos de la Costa y del Condado onubenses desarrollaron una economía de explotación agraria intensiva dedicada a cítricos, fresas y otros frutos rojos. Con Lepe a la cabeza, la acumulación de beneficios ha sido exponencial, con tantos coches de lujo y casas de mármol y balcones balaustrados como chabolas, o naves en el mejor de los casos, para mano de obra baratísima inmigrante subsahariana o magrebí. Mientras, el interior de la provincia —de donde procede buena parte del agua que no es de Doñana— se ha ido despoblando, una huida que apenas se pudo frenar mediante la conocida y fracasada política de subvenciones, con los hilarantes planes de empleo rural o “trabajar unos días en las calles”.
Por si el desastre humano y medioambiental no había sido suficiente, el desembarco de multinacionales del cobre ha reabierto antiguas minas y horadado nuevas. Y, por si fuera poco, la dehesa del interior está desapareciendo por la imparable seca de la encina. No hay bellota para tanto cerdo.
En fin, la gravísima sequía ha puesto encima de la mesa lo que todo el mundo sabía: este modelo de capitalismo extractivo es insaciable y altamente destructivo. Se irán las multinacionales del cobre o de la química por caída de los beneficios o cualquier otra causa, se abandonarán las plantaciones de plástico por falta de agua, y ni siquiera quedarán infraestructuras para impulsar otro modelo productivo. Ni una vía férrea en condiciones, ni un aeropuerto, ni una carretera para mercancías peligrosas… Un siglo de disparate en disparate, a la espera —como dijera sin rubor Fátima Báñez— de otro milagro de la Virgen de Rocío. Y eso en el mejor de los casos, ¡como para reírse de ella!