Un cero a la izquierda. Josep Bargalló, consejero de Educación de la Generalitat, fue un joven catedrático de instituto antes de instalarse en el vicio vitalicio de la política; hoy se ahoga en el dolce far niente de la inconsciencia soberanista. Su mandato ha incrementado los dos males de la escuela catalana: la segregación y el abandono (un 20% de los alumnos de secundaria dejan los estudios). Su Govern es un microclima de manos caídas e ideología arcaica. El conseller no participa en ninguno de los debates de la prestigiosa Fundación Bofill, experta en la materia, ni en ningún otro patronato o think tank educativo. Nuestra escuela, infectada de propaganda ideológica, está ya en la retaguardia europea. Arroja indicadores tercermundistas y no está preparada para “el golpe a la equidad que supondrá el coronavirus”, en palabras de Antón Costas, presidente de la Fundación Círculo de Economía.
Bargalló incumple su compromiso con la sociedad: ha abierto la educación a la carta porque no es capaz de garantizar una escolarización para todos y en igualdad de condiciones. En plena desescalada y a la vista del retorno a las escuelas, les ha pasado la responsabilidad a los ayuntamientos y a los mismos centros educativos, que esperaban en vano sus instrucciones. Se escurre, presa del miedo. Deja un vacío de poder, que acabará provocando un problema de orden público si los padres no perciben las soluciones pronto. No se ha rajado; es que nunca estuvo en otra cosa que no fueran el folclorismo y los castells. Es un emblema de lo fácil: gobernar sin gestionar, presionando a la sociedad con una propuesta radical (independencia ya), que crispa a la mayoría. Ahí muere el republicanismo catalán. El daño moral que inflige ERC a la comunidad educativa se ha convertido en dolor permanente; infunde un malestar comparable al griterío feo, que se profiere en las caceroladas de la España metafísica.
Como ciudadano de La Torre --el nombre entrañable de la localidad de Torredembarra-- es un miembro primerizo del clan de Esquerra en Tarragona, dominado por ceremoniosos, como Ernest Benach, expresident del Parlament de la época ya olvidada en que la cámara legislativa legislaba alguna cosa. Como hombre de letras y poeta, Bargalló fue diseñado por Maria Aurèlia Capmany y Jaume Vidal Alcover, los Sartre y Beauvoir de un altar levantado por jóvenes republicanos poco viajados. No hace su trabajo, aunque su palabra evoca, pensando tal vez en que la infancia de los poetas es más larga que su vida. Más que el curro, le tiran la errancia, la música del agua del claustro de Santes Creus o el jardín de Poblet que Ramon Berenguer entregó a los cistercienses de Fontfroide. Entró en la congregación republicana durante la transición entre Àngel Colom, el eterno adolescente, y Carod-Rovira, ideólogo, este sí, pero incapaz de conservar el mando. Desde entonces, ERC desvaría; proclama que sufre persecución y aspira a un lugar preminente en las grietas historiográficas del nacional catolicismo catalán (sus mayores, Carbonell o Heribert no lo aprobarían.
Es un hombre de sobremesa; pertenece a la amable confluencia dels nois de poble que un día entraron en casa de los Maragall, donde todo recuerda al gran poeta romántico y donde ha quedado la huella industrial de los Noble, fundadores de la Sociedad Anglo-Española de Electricidad. Semejante encuentro entre la cultura y el código mercantil no es poco. Ernest, vástago con pocas luces de la saga y traidor al socialismo elitista de Sant Gervasi y del Putxet, se acabó incorporando en las filas republicanas, después de la gran pifia de su reforma educativa (Tripartit). En la sombra de aquel estrambote se basa ahora el inconstante Bargalló para desmontar la poca cohesión que le queda a la escuela pública y reírle las gracias a los colegios que esgrimen el monolingüismo como único argumento educativo.
Justo en el momento en que el coronavirus agudiza las diferencias sociales, Bargalló flaquea. ¿Cómo se modificarán las ratios en las clases para garantizar la seguridad en las escuelas, al final de la pandemia? ¿Con qué armas cuenta el Departamento para atender a la escolarización obligatoria, ante la calamidad económica que se avecina? No contesta; si todavía se lo está estudiando, que se dé prisa, porque “tarde se aprende lo sencillo…. Lo sabréis cuando un río de espanto se desboque y arrastre vuestra luz, y la sepulte sin remedio” (José Hierro)
El tesoro mejor guardado del conseller es la memoria de los indianos de su tierra, que se hicieron ricos en las Américas, en los negocios del azúcar o del café. A Bargalló le hemos oído hablar muchas veces de Antoni Roig o Ramon Casas, el padre del pintor Casas i Carbó, el camarada de Rusiñol en el Cau Ferrat de Sitges. Pero sin lugar a dudas, el orgullo de los vecinos de La Torre es Joan Güell Ferrer, que salió de Torredembarra rumbo a Cuba y a su regreso se instaló en Barcelona; fundó la Maquinista y el Vapor Vell de Sants, origen de la gran algodonera de Santa Coloma de Cervelló. Ferrer implantó el arancel como presidente de Fomento del Trabajo Nacional, la gran patronal. Abrió una puerta al trabajo asalariado mal remunerado y arruinó a sus competidores al liquidar el librecambio. Bargalló, amante del miraguano que llegó de ultramar, suele olvidarse de esta parte de la hagiografía indiana; también desmemoria el comercio de esclavos.
El republicanismo del Sur defiende el origen de una casta cuya herencia se esparce sobre la toponimia de sus ciudades. Pero la escuela, bandera de país, es otro tema; no les interesa y no la entienden. Que lo sepa el contribuyente: al conseller de Educación se le paga religiosamente, pero él no sabe lo que ocurre en nuestras jóvenes aulas; se dedica a estampar articulitos presuntamente cultos en revistas de barrio y hoja parroquial. Dale a un hombre de letras el liderazgo en Educación y levantará el ministerio del Tiempo…del tiempo indefinido. Es el caso de Bargalló.