La política española tiene un exceso de relato; y la catalana es un relato ensimismado. Aquí no existe el disenso, abecedario de todo discurso. Para los constitucionalistas todo es cuesta arriba y masticando tierra. Entre los que no ofrendan ante el gusano gigante de la Patum de Berga, erigido en Polifemo este mismo fin de semana, se encuentra Celestino Corbacho. El exjefe de los capitanes metropolitanos del cinturón rojo es un hombre aparentemente libre, pero no está dotado de elocuencia ni tiene redaños para refutar la falsa regeneración de Rivera. Busca un silloncito, acolchado y muelle para seguir disfrutando del mar en su residencia medio playera, allí donde se cruzan la luz del Tarragonès y el mistral del Penedès. Conoce el paño. No quiere que le endosen en vía muerta como lo han hecho los socialistas con Montilla. Y tampoco desea coincidir en argumentos con la Lliga Democràtica (suma de Lliures, Convergents y Units per Avançar), la derecha Gaullista catalana, recién fundada.
Salvo sorpresa de última hora, Corbacho es un clásico pásalo y déjalo como estaba de la política española. Fue titular de Trabajo con ZP, en el momento de modificar el modelo económico español de la mano de Cristina Garmendia, exministra de Ciencia, Innovación y Tecnología. Garmendia exigió flexibilidad laboral sin pérdida de derechos por parte de los asalariados, pero a Corbacho le salió el pronto socialdemócrata, aunque hoy nadie lo diría. Era expeditivo con la inmigración: “No los queremos si no llegan con contrato de trabajo bajo el brazo”, dijo y se ganó un buen rapapolvo de Fernández de la Vega, la doña del socialismo español. Ahora, despechado, se propone destruir el supuesto simbolismo hipnótico de la izquierda. Es capaz de montar, por pura rabia, una performance con una foto suya, con un pie que diga “Corbacho insultando a un rojo”, como el que hizo Benjamin Péret en la revista La révolution surréaliste, insultando a un cura.
Por insultar nadie te multa. Lo malo aquí es hacerse viejo. Por eso Corbacho ha hecho un pacto con las musas del inframundo que lo mantendrá joven toda su vida, a cambio de que el paso del tiempo y los estragos de la edad se reflejen solo en su retrato. Se ha convertido en Dorian Grey. Pronto lucirá una fiestera juventud de crápula, mientras su retrato esté a salvo y no exude los aceites que ponen perdidos los lienzos, al cabo de los años. Él piensa en nosotros, claro, hombre. No quiere que nuestros hijos acaben jugando a la ciutat cremada con la luz abrasadora de las iglesias que habrían incendiado sus mayores, siguiendo el hilo descriptivo de La sociedad del espectáculo (Guy Debord).
“Si no cambia de dirección llegará al sitio del que salió”, dice la cita de Lao Tse dedicada a los resentidos, que se dan patadas en su propio culo. Corbacho viaja de nuevo al espacio autodenominado de centro-derecha, donde convive con Vox; y Manuel Valls lo pone en su sitio: “Negociar con los xenófobos puede echar a perder tu ideología y hasta tu alma”. El ex primer ministro de Francia habla poco, pero rotundo. Tiene en el debe su presencia en Colón, el día de la foto fea, fea, aunque él no se la hizo, cierto. El giro conservador de Corbacho evoca el malentendido entre la vía ordinaria de los prudentes y el camino extraordinario de los sublimes. Sus malos resultados de las municipales, no hacen sino ahondar el dolor intercostal infligido por la mayoría absoluta de Núria Marín, su sombra en L’Hospitalet. Pronto Marín presidirá la Diputación de Barcelona y él tendrá que conformarse con una vicepresidencia. Que conste que ansiaba volver al despacho de la Abadesa, la poltrona de su mejor querencia y monumental sueldazo.
Rivera ha usado a Colau como pretexto de su ruptura con Valls. Pero en política ya no vale esconder la verdad. Vivimos tiempos de radicalidad en los que nadie puede echar mano de la ambigüedad para mantenerse a flote. Los altos cargos son reencarnaciones del Espíritu Libre, no pietistas flagelantes, ni dadaístas fuera del tiempo, obligados a crear su propio contexto. El contexto existe y cada uno ha de actuar frente a él con su carga de subjetivismo, entonando el “solo sé que no sé nada”. ¡Que nadie se esconda detrás de las consecuencias de sus principios!, gritaban los blanquistas.
Lo único que le pedíamos a Corbacho es un poco de valentía. O puede que un resistencialista como él --¡sorpresa!-- acabe ayudando a la abstención de Cs en el Congreso, que haría presidente a Sánchez, sin necesidad de los apoyos de soberanistas catalanes y abertzales duros. No basta con ponerse lejos del alcance de la vorágine independentista, hay que encontrar una vía que nadie te va a regalar, ni aquí ni en Navarra, cuyo Parlamento muestra ya la mancha imperdonable de Bildu, el partido de Arnaldo Otegi.
Buena parte del constitucionalismo catalán muere de melancolía desde que Rivera raptó a la Sibila (Inés Arrimadas), que no es lo que parecía. La bandera caída en aquella rendición --el abandono después del 21D de 2017-- hoy la empuña Valls, el hombre parco en palabras, pero capaz de sacar las manos de Maragall del bastón de mando; y de decirle cuatro de frescas ante el bochorno y la vergüenza ajena (los insultos de los airados de Puigdemont, el Lerroux catalán, contra Colau) en la plaza Sant Jaume. ¿Dónde está la hombría de Ernest? ¿Dónde dejó su manual de buena conducta el pobre Corbacho? Se convertirá en guapo y joven, como Dorian Grey, pero de momento ha empeñado la luz helénica de la Costa Daurada por un plato de lentejas.