Nietzsche decía que un hombre cualquiera se convierte en creyente cuando necesita, requiere, desea y ambiciona que otro le dicte órdenes. Los dogmáticos, desde el origen de los tiempos, han demostrado ser fieles ejecutores de los deseos ajenos, básicamente porque la mayor parte de las instrucciones que reciben a diario se corresponden con una exactitud casi matemática a sus anhelos íntimos. El inicio de la campaña electoral en Cataluña --cuya fecha oficial todavía es un incógnita-- empezó de facto este mismo sábado en Perpiñán, que es una ciudad francesa famosa durante el tardofranquismo por las salas de películas porno y los casinos.
Para los devotos del napoleoncito de Waterloo, sin embargo, la urbe gala es un santuario: está enclavada en ese espacio imaginario, igual que Macondo (García Márquez) o Santa María (Juan Carlos Onetti), de la Cataluña Norte, creado --en el mundo de la ficción como patología política-- por Alfons Miàs, viejo devoto del hecho diferencial del Rosellón que, al parecer, es cosa harto notable. Igual que la república amarilla, la Catalunya Nord no existe salvo en la imaginación de las 100.000 almas cándidas que este fin de semana acudieron, después de tomar churros, y con una fe poderosa y capaz de mover montañas, juntos como un sol poble, a la romería de Pentecostés organizada por Puigdemont y sus Fugados Reunidos.
A la mayoría de estos peregrinos les movía, según cuentan las crónicas, la voluntad de manifestar su oposición a cualquier intento de destensar el pulso entre el independentismo y la democracia española, que fíjense si será opresiva que ha rendido honores de jefe de Estado a Torra, inhabilitado y, no obstante, interlocutor del Gobierno rojo y morado, reo de sus acuerdos de supervivencia con los nacionalistas. Las imágenes y los discursos no dejaban mucho lugar a las dudas: aquello fue igual que una misa, sólo que el Papa iba de negro y adoctrinaba a la grey, a la que reclamaba una valentía (para mantener el pulso) que él mismo no ha practicado nunca.
De semejante feria sacamos dos conclusiones. Primera: buena parte del problema en Cataluña --que es también el problema de España-- se debe a la falta de inteligencia de los gobernantes españoles, acostumbrados a entender la política únicamente como una transacción interesada a corto plazo, en vez de como un sistema compartido de creencias y convicciones. Lo decimos porque algunos de los interlocutores de la última reunión en la Moncloa –que parece que a partir de ahora se convertirá en una suerte de examen mensual para PSOE y Podemos, igual que los opositores a notarías– estaban en Perpiñán criticando la misma “negociación” de la que ellos forman parte. ¿Una contradicción? En absoluto: más bien la evidencia de que el independentismo, del que depende la gobernabilidad del país que odian, puede hacer una cosa y la contraria sin recibir ni un solo reproche por parte de su tribu.
El fenómeno es asombroso, pero tiene lógica: en las sectas, donde la defensa de la causa avala cualquier medio y los mesías son considerados tipos infalibles, una contradicción no es una contradicción. Es una orden. Se acata y punto. La segunda conclusión es más amarga: el actual laberinto español nos va conduciendo poco a poco a un suicidio político a cámara lenta. No se nos ocurre nada que pueda deteriorar más a las instituciones democráticas de un país que el presidente del Gobierno ofrezca un tratamiento selecto, preferente y exclusivo a esta pandilla de trabucaires que sostienen que todavía vivimos en el Estado franquista, un argumento que sólo puede ser verosímil para los tontos que, a pesar de estar vivos, no recuerden haber estado despiertos durante los últimos 40 años.
Es curioso: casi todo lo que sucede en España se explica con las claves de aquel tiempo. Desde la Santa Transición, la política española tiene la insólita costumbre de distinguir entre el teatro (de sus mentiras) y los hechos objetivos, como si las cosas y su representación debieran ser distintas o incluso contradictorias. No es cierto: el arte de Talía es una forma de simulación, un fingimiento, pero su poder de convicción reside en aparentar no serlo, aunque refleje la realidad por medios artificiales.
Es justo lo opuesto a lo que está haciendo desde la investidura el Gobierno, que desprecia el inmenso coste que supone para el sistema de libertades pactar con el independentismo, adentrándose solo en el océano de un relativismo (político, pero también moral) que terminará por pervertir definitivamente nuestra escuálida democracia.