Entre 1991 y 2020, China consiguió un indiscutible éxito económico. En dólares actuales, su PIB aumentó un 2.040% y per cápita lo hizo en un 1.575%. El gran crecimiento de la primera variable le permitió convertirse en la segunda potencia del planeta, cuando treinta años atrás solo era la undécima.

En las últimas tres décadas, una parte del progreso económico conseguido tuvo un escaso mérito. En 1990, el país era tan pobre que casi cualquier medida sensata le habría hecho mejorar notablemente. En dólares actuales, su PIB per cápita ascendía a 317,9  anuales, siendo un 27,7%, 55,2% y 62,4% inferior al de Haití, Bolivia y Guatemala, tres países escasamente avanzados.

En 1990, un 73,6% de la población vivía en el campo y el sector primario constituía la principal fuente de empleo. Unas herramientas y métodos de trabajo muy rudimentarios, así como un escaso desarrollo de la industria y los servicios, hacían que los trabajadores tuvieran una productividad muy reducida.

Para aumentar notablemente la productividad y lograr un elevado crecimiento del PIB, la solución era muy fácil: trasladar trabajadores del campo a la ciudad y proveerles de la maquinaria adecuada para producir manufacturas. No obstante, muchos gobiernos de países en vías de desarrollo convierten lo sencillo en imposible. Ni mucho menos éste fue el caso de China.

Los sucesivos ejecutivos lo hicieron muy bien, el plan tuvo un gran éxito y el país se convirtió durante la primera década del siglo XXI en la fábrica del mundo. Entre 1991 y 2008, el crecimiento económico superó el 10% en ocho ejercicios. En dicho período, la inversión constituyó el principal motor del PIB. Inicialmente la mayor parte la realizó el sector público, pero posteriormente la privada también tuvo una gran relevancia.

A pesar de poseer un sistema político comunista, el gobierno consintió que el neoliberalismo triunfara en las principales regiones del sur. Indudablemente, una fantástica manera de publicitar al país como un magnífico lugar para hacer negocios. El resultado fue triple: una gran inversión extranjera, un superávit comercial enorme y el traslado de la tierra de oportunidades, aunque solo fuera de manera parcial, desde EEUU hasta China.

No obstante, la suerte también acompañó a sus gobernantes. Una inversión y un superávit comercial tan elevados hubieran sido imposibles de conseguir sin el gran avance de la tecnología, la construcción de buques cada vez más grandes y la escasa oposición de los ejecutivos de las naciones avanzadas a la deslocalización de una parte substancial de su industria.

El primer factor permitió dividir la producción de cualquier manufactura en múltiples partes y asignó a las fábricas chinas los procesos más intensivos en mano de obra. El segundo redujo notablemente los costes de transporte de los bienes exportados. El tercero estuvo sustentado en los beneficios proporcionados a los países avanzados por un comercio más libre de productos elaborados y en las ventajas generadas por la importación de desinflación.

Sin embargo, en las etapas de auge tan largas la característica más destacada suele ser la obtención de una baja inflación. Por un lado, ésta fue una consecuencia del elevado nivel de ahorro. En los países occidentales, el gasto de las familias suele explicar más del 55% del PIB; en cambio, entre 1991 y 2008 en China no llegó nunca al 40%. Por el otro, el resultado de un relativamente elevado tipo de interés real de los préstamos.

En 2008, la magia económica se acabó. El país empezó a perder competitividad por la elevada subida de los costes laborales durante la década previa, la caída de los salarios en diversos países desarrollados, la conversión del yuan en una moneda fuerte y la creciente competencia de otras naciones del Sudeste Asiático (Vietnam, Indonesia, Laos o Camboya).

La pérdida de competitividad llevó al gobierno chino a substituir un modelo económico basado en las exportaciones por otro sustentado en el consumo interno. Para lograr una rápida transición, el banco central facilitó que las entidades financieras expandieran considerablemente el crédito a familias y empresas.

Las primeras lo utilizaron esencialmente para comprar viviendas, las segundas para construir edificios o adquirir compañías en el extranjero, ya sea para producir desde allí, asegurarse el aprovisionamiento de materias primas o compensar los menores beneficios logrados en la nación con unos superiores en el exterior.

El gran crecimiento del crédito ocultó parcialmente los problemas del país. En la pasada década, en promedio, el PIB creció menos que en la anterior (6,9% versus 11,6%), pero lo siguió haciendo a un ritmo satisfactorio. No obstante, en gran parte fue debido al elevado endeudamiento del sector privado.

Las empresas derrocharon mucho dinero comprando compañías en el exterior a precios difícilmente justificables y los particulares hicieron lo mismo adquiriendo viviendas en lugares donde nadie quería vivir. Este último motivo es el que explica porque en China hay ciudades fantasma, siendo un factor idéntico al que generó en 2008 barrios vacíos en España.

En los últimos años, el gobierno cada vez estaba más preocupado por las negativas consecuencias de un excesivo endeudamiento del sector privado y, en especial, por la posible explosión de una burbuja especulativa en el mercado de la vivienda. A toda costa, pretendía evitar que la década de los 20 para China fuera similar a la de los 90 del pasado siglo para Japón. Un período de escaso crecimiento económico para este último país debido al estallido de una burbuja bursátil e inmobiliaria en 1990 y 1991, respectivamente.

Con dicha finalidad, el gobierno instó a algunas compañías a desprenderse de filiales en el extranjero y reducir deuda. En agosto de 2020, a los promotores les puso tres condiciones de obligado cumplimiento (líneas rojas): el pasivo no podía exceder del 70% del activo, el nivel de apalancamiento neto había de ser inferior al 100% y la liquidez de la empresa superior a las deudas a corto plazo.

Inicialmente, Evergrande no cumplía ninguna de las tres. Para conseguirlo, empezó a vender parte de las otras empresas del conglomerado, redujo su actividad inmobiliaria y también su capacidad para generar ingresos ordinarios. Unas actuaciones que le han permitido reducir su apalancamiento neto por debajo del 100%, pero que no han hecho posible la superación de las otras dos líneas rojas.

Si no cumple las anteriores condiciones, no tiene acceso a nuevos créditos bancarios. Una situación que le ha impedido pagar intereses por 83,5 millones de dólares el pasado 23 de septiembre y muy probablemente le imposibilite cumplir sus compromisos con sus acreedores en los próximos meses.

El gobierno chino puede rescatar la empresa o dejarla caer. Cualquiera de ambas opciones será negativa para el sector de la construcción y el país, aunque más la segunda que la primera. Según JP Morgan, el primero supone directa e indirectamente el 14% y 11% del PIB, respectivamente. Unas magnitudes incluso superiores a las que dicho sector representaba en España en 2007.

En definitiva, desde 2008 el país asiático no es lo que parece, sino bastante peor. La generación de una elevada deuda vuelve guapo al feo, inteligente al tonto y escritor reputado al iletrado. No obstante, solo lo hace temporalmente. Cuando sus efectos desaparecen, todos ellos son menos de los que eran.

En los próximos años, lo último es lo que probablemente será China, excepto si Evergrande es simplemente una mancha en un inmaculado sector de la construcción. Una opción muy difícil de creer por crédulo que uno sea.