Esa incongruencia del comportamiento está al alcance de todo el mundo; por supuesto, también de quien esto escribe y puede que de quien lo lea. No demanda ningún esfuerzo, al contrario basta con dejarse llevar y prescindir temporal o definitivamente de un grado suficiente de inteligencia que permita percibir la realidad de manera razonable.

La estupidez y comportamientos de sentido semejante: bobería, tontería, estulticia, necedad, sandez…, tienen en común un elevado contenido de autoengaño al considerar sus portadores --sin dudarlo-- que las palabras o actos propios son  acertados, valiosos o significativos de algo, pudiendo  manifestarse tales comportamientos de múltiples formas desde las mamarrachadas de los grafiteros o el longevo programa “Corazón” de TVE a las sentencias y soflamas políticas de Puigdemont y de Torra. Y huelga decir que abundan en las redes sociales.

La estupidez no es una novedad de nuestro tiempo. El húngaro István Ráth-Vegh reunió en un precioso librito, Historia mundial de la estupidez humana (José Janés editor, 1950), variados ejemplos notorios de estupideces de antaño, y el también húngaro Pál Tábori repitió título en 1993 (versión castellana en ISBN, 2000) con viejos y nuevos casos; pero ahora, con el ascenso del “conocimiento ignorante”, la conectividad ubicua, la comunicación de masas y el eco amplificador de los medios, la estupidez se ha universalizado y banalizado. En síntesis, ella misma se ha estupidizado.

La progresión de la estupidez y su decantación hacia abajo viniendo de arriba dice mucho sobre el penoso estado cultural de nuestras sociedades. Si la estupidez civil, basada en la ignorancia y en hondas tragaderas, es colectivamente catastrófica, la estupidez política como factor inductor de aquella resulta de una enorme irresponsabilidad.

Cuando Torra pronostica que 2019 será el año en que se realizará “el mandato democrático de la libertad” y se “conseguirá tumbar los muros de la opresión” --¿a qué libertad se refiere, de qué muros y opresión habla?--, se sitúa a la misma altura que el guarda rural llamado al orden racional por un lúcido mosso.

Carles Riera, otro valiente adalid de la república inexistente, cuando ampara el ataque de las “chicas y chicos” de Arran a Crónica Global, entre otros actos vandálicos, y los califica como “gente de alta cultura política, mucha disciplina y que se mueve en la no violencia” bate récords de surfeo de la realidad. Riera haría bien en sustituir, por ejemplo, la lectura de “La guerra civil en Francia” de Karl Marx y la Introducción de 1891 de Friedrich Engels, que no entendería, por la lectura de “Teoría de la estupidez” de Carlo María Cipolla, que, si la entendiera, probablemente no le gustaría por el reflejo especular de sí mismo.

Las opiniones sin fundamento de quienes ostentan responsabilidades públicas, alejadas sideralmente de la realidad y voceadas con soberbia en nombre de la libertad de expresión, encajan en los contenidos de la estupidez y en los peligros de ésta para la colectividad analizados por Cipolla.

Un Milan Kundera pionero retrató la que sería ideología independentista al sugerir que “la estupidez nace de tener una (sola) idea para todo”. Esa idea sola, combinada con la cursilería, lleva al lacito amarillo y de ahí a la estupidización colectiva.

Las ideas con fundamento pueden contrastarse y pueden, en su caso, rebatirse con otras ideas. Pero, ¿cómo se combate la estupidez de masas? Salir del marasmo en que nos  han  inmerso y volver al presente costará horrores, requiere algo tan difícil en comunidades que abominan de la ilustración como recuperar el sentido crítico y reconectarse con la realidad.