El filósofo marxista Daniel Bensaïd, líder destacado del mayo francés del 68, gustaba decir que "la historia nos mordisquea la nuca". No podemos dejarla atrás como quien abandona un fardo al borde de la carretera. En ocasiones, el pasado se antoja un suelo pegajoso sobre el que va dando traspiés el presente. Aunque Pere Aragonès se ha esforzado por presentar su gobierno como el inicio de una prometedora etapa, lo cierto es que el nuevo ejecutivo nace lastrado por el recorrido del procés... y se inscribe en su continuidad. La fórmula, finalmente adoptada tras meses de desencuentros, invectivas y humillaciones entre los socios del gobierno anterior, ha sido la reedición de la coalición de los hermanos enemigos, ERC y JxCat, celosamente arbitrada por la CUP.
No cabe ser demasiado optimista acerca de lo que puede tejerse con semejantes mimbres. A pesar de que JxCat gestionará más del 60% del presupuesto, los neoconvergentes han acogido con ostensible frialdad el discurso de Aragonès. Ya le dijo en su momento Albert Batet que ellos querían "un gobierno de coalición y no de colisión". Algo que, en boca del exalcalde de Valls, sonaba casi tan inquietante como aquello de "te haré una propuesta que no podrás rechazar". La espantá de Elsa Artadi, rehusando asumir la vicepresidencia económica del Govern y desencadenando una batalla interna en Junts por hacerse con el cargo, tampoco podría calificarse de buen augurio, ni constituye una muestra de confianza en el nuevo presidente.
Más que un pacto de gobierno, diríase que se ha firmado un alto el fuego. Tan frágil que deberá ser vigilado por media docena de comisiones de seguimiento y los miembros del gobierno harán ejercicios espirituales para cogerse apego. ¡Cómo si no se conocieran después de tantos años! En su caso no puede decirse que el roce haga el cariño. Antes bien, levanta ampollas. Pero no es sólo la composición del gobierno lo que impide albergar demasiadas esperanzas acerca de su singladura. El discurso de investidura de Pere Aragonès ha establecido un falso imaginario, destinado al consumo interno del mundo soberanista. Pero, por esa misma razón, divisivo para la sociedad catalana y fuente de inestabilidad y tensiones. "Vengo a culminar la independencia de Catalunya". ¡Nada menos! ¡Como si la pérdida de 700.000 votos por parte de las formaciones independentistas en los comicios del 14F no hubiese enviado una señal bastante clara de cansancio! El 52% de la mitad del electorado no sólo no legitima secesión alguna: es que ni siquiera da para un "embat". Y, por mucho que Aragonès repita que está al frente de una Generalitat republicana y Laura Borràs haga un desplante al rey, lo cierto es que las instituciones que presiden representan al Estado español --una monarquía parlamentaria-- en Cataluña. No olvidemos que todos los diputados y diputadas han accedido a su cargo tras prestar juramento de fidelidad al Estatut, a la Constitución Española y al jefe del Estado.
Pero, contrariamente a lo que algún comentarista ha dicho estos días, esas falsedades no son un simple placebo, no son en absoluto inocuas. De entrada, establecen una gobernanza exclusivamente dirigida a una parte del país, excluyendo a una mayoría social, singularmente compuesta de clases trabajadoras y humildes, del perímetro de la catalanidad. Más grave aún, si cabe: en la medida que ese discurso pretende mantener vivo el conflicto nacional, supone la continuidad de la lucha por su liderazgo entre los partidos independentistas. Y, tarde o temprano, supondrá la necesidad de dar alguna prueba de determinación rupturista.
Por exigencias de la CUP y por las propias necesidades de su competición insomne con Junts, ERC ha tenido que aceptar que los plazos de la mesa de diálogo con el gobierno de España quedasen acotados a dos años. Los objetivos "irrenunciables" del independentismo serían, pues, la amnistía y un referéndum de autodeterminación, de lo contrario... Hoy por hoy, tras el fracaso de 2017, esa amenazadora grandilocuencia parece pura palabrería. Pero sería un error tomarlo a broma. Los tiempos que se avecinan tras la pandemia se anuncian convulsos. El termómetro social puede dispararse a consecuencia de las dificultades de la reactivación económica y los estragos de la pandemia. La inquietud de las clases medias sobre las que se apoya el independentismo se reavivará y buscará dónde agarrarse. La crisis del Reino Unido, con una Escocia pro-europea reclamando un nuevo referéndum, podría convertirse en fuente de inspiración para los sectores nacionalistas más radicalizados. En cualquier caso, la insistencia en el relato de la confrontación con España representa todo lo contrario del espíritu de cooperación y del necesario "gobierno de las cosas" que correspondería a una etapa de reconstrucción y de gestión provechosa de los fondos europeos.
Nada más falso, pues, que asociar progreso social e independencia. Ese engaño, que no es nuevo, deviene ahora particularmente cruel. El gobierno que se constituye está marcadamente escorado hacia la derecha. Las pocas medidas progresistas que contemplaba el acuerdo entre ERC y la CUP, referidas al reforzamiento de la escuela pública, la revisión de las externalizaciones en Salud o a la garantía de suministros básicos a familias vulnerables, se han esfumado en el pacto con Junts. La "Generalitat republicana" es marcadamente neoliberal, clientelar... y sigue vertebrada por una nomenclatura que se aferra al poder como a su propia vida.
Frente a esa impostura, la crítica de Salvador Illa ha planteado una oposición de izquierdas que quiere ser al tiempo exigente y responsable. En el debate, el líder socialista ha hecho gala de mordacidad y elegancia. Pero habrá que andarse con mucho cuidado para que lo cortés no desdibuje lo valiente. Bajo los zarpazos de la pobreza, la precariedad y las desigualdades, la calle expresará su malestar en términos muy alejados de la obligada cortesía parlamentaria. Quien de verdad pretenda levantar una alternativa, articular una nueva mayoría social, deberá hablar al corazón de quienes lo están pasando mal y penan por salir adelante.
Y deberá hacerlo con propuestas serias, ilusionantes y viables. Se ha pasado demasiado de puntillas sobre algunos aspectos particularmente sangrantes de la gestión social de ERC, como es el caso de la Renta Garantizada de Ciudadanía. (Por su parte, la implementación del Ingreso Mínimo Vital, todo hay que decirlo, apenas alcanza a un 7% de las personas que deberían percibir esa prestación). Con la connivencia de la CUP, siempre dispuesta a embellecer lo que haga falta con terminología revolucionaria, el balance de la RGC ha quedado enterrado bajo la promesa de avanzar hacia un modelo de Renta Básica Universal --algo absolutamente inviable en términos presupuestarios-- y que se reducirá, en el mejor de los casos, a una "experiencia piloto". La izquierda no puede dejar de desenmascarar semejante falacia, velando por la aplicación de aquellas medidas de protección social ya diseñadas y que realmente dependen de la voluntad política para llevarlas adelante.
Pero, ante una legislatura tan incierta como la que se abre, las fuerzas de izquierdas deberían aportar perspectivas creíbles a la gente trabajadora. La configuración de una nueva mayoría no será posible sin dejar atrás la ilusión de un gobierno progresista... de rumbo indefinido ante la crisis territorial. Los Comuns han errado al jugar esa carta. Lejos de sacar conclusiones del fiasco, durante el debate de investidura, sus críticas hacia la derecha nacionalista se doblaban de vanos lamentos por la actitud voluble de ERC. En política no hay atajos ni operaciones de seducción que valgan. Hace falta una propuesta conjunta de las izquierdas que responda a las urgencias sociales, económicas y ecológicas, ofreciendo al mismo tiempo una vía atractiva de progreso del autogobierno y pleno reconocimiento de la singularidad de Cataluña en el marco de una España democrática. Dicho de otro modo, es necesario tejer una nueva alianza social, política y cultural de la clase obrera y de las clases medias trabajadoras. Sólo eso podría remover la actual configuración política del país, rompiendo los bloques solidificados a lo largo de estos años agotadores y estériles. Urge ponerse manos a la obra. La agitación social no tardará en llamar a la puerta. La norma estatutaria impide la convocatoria de nuevas elecciones antes de un año. Pero, visto lo visto, no debería sorprendernos que para entonces un gobierno surgido bajo tan dudosos auspicios como el que presidirá Pere Aragonès fuese ya un cadáver político.