Durante sus debates contra la oposición en diferentes foros se jacta con alguna frecuencia el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de la gran mejora que reina en Cataluña en el año 2022 si se compara con la atmósfera que reinaba en el 2017, cuando gobernaba en España el PP y Puigdemont proclamó en el Parlament la independencia de Cataluña. Da la sensación de que los portavoces de la oposición no saben responder con aplomo a este argumento, a esta presunción de pacificación, que es infundada. 

Efectivamente en el año 2017, año del golpe de Estado catalanista –hay que llamar a las cosas por su nombre, porque si se falsean los nombres con eufemismos confusos se falsean las realidades, y entonces se vuelve imposible aclarar los hechos que nombran; así que nada de “golpe al Estado”: fue un golpe de Estado con luz y taquígrafos—, se producían altercados, incendios, sabotajes del orden público, enfrentamientos callejeros con los cuerpos de seguridad, daños graves a la economía de la región, etcétera. Cosa que ahora no sucede. Ahora reina el orden público y además la división cainita entre las formaciones políticas va debilitando el frente secesionista.

Pero cabe sospechar que el apaciguamiento del espacio público no responde principalmente a las habilidades desinflamatorias del Gobierno de la nación, habilidades que sin duda son extraordinarias y hasta mágicas, ni a que los soberanistas hayan entrado en razón o renunciado a sus anhelos y proyectos de ruptura, sino más bien a dos causas correctoras.

La primera: la represión del Estado, que después de décadas de apaños y componendas, y una vez clamorosamente burlado por los golpistas –como fue público y notorio durante el referéndum ilegal que según el presidente Rajoy no se produciría, pero se produjo—, logró restaurar el orden sin que se produjese, en tantos incidentes y enfrentamientos públicos, ni uno solo de los muertos con los que contaba la cúpula separatista cuando envió a sus gentes a “defender los colegios electorales”, para reforzar el discurso victimista, publicar en Time fotos ensangrentadas y atraerse simpatías –e intereses— extranjeras. La aplicación del artículo 155 que suspendía la autonomía, en realidad ya suspendida por la declaración de independencia de Puigdemont del 27 de octubre de 2017, y la acción de la Justicia, especialmente con el juicio a los cabecillas conducido por el juez Manuel Marchena, fueron un escarmiento aleccionador. Por fin los golpistas comprendieron que el Estado español, aún siendo uno de los más tontos del mundo (como he postulado en más de una ocasión), no lo era tanto como para renunciar graciosamente, ni por virtud del “derecho a decidir” ni en virtud de ningún otro inventivo recurso semántico, al 20% de su PIB. Eso sería tanto como arruinarse voluntariamente. Eso lo hizo Ludwig Wittgenstein, pero él era un ciudadano particular y un filósofo hipersensible, no un Estado moderno aunque con múltiples deficiencias y grietas. Estaría bien que todos fuésemos asimilando que esto no va de si España es una nación desde los Reyes Católicos o desde el siglo XVIII, ni de si el final de la guerra de sucesión 1714 fue una catástrofe o una bendición para Cataluña, o del derecho a la secesión, o de la legitimidad de los referéndums que ya en Gran Bretaña han demostrado su naturaleza catastrófica, sino de economía y finanzas actuales, y de quién va a gestionar ese 20% y cobrar los impuestos de siete millones de ciudadanos.

La segunda causa correctora del clima político en Cataluña es, sencillamente, que el Gobierno central socialista-comunista lo es gracias al apoyo de los nacionalistas vascos y catalanes, o sea, los autodefinidos enemigos del Estado, incluida la contribución de los posterroristas de Bildu, que tan repugnante resulta a tantos (como si el Sinn Féin, marca blanca del IRA, en vez de abstenerse en las votaciones y negarse a sentarse en la Cámara de los Comunes, negociase con los torys británicos los proyectos de ley y los presupuestos generales). Hay ahora más paz pública porque el Gobierno cede a las exigencias de los separatistas, empezando por una mesa de diálogo que es en sí misma una burla del Parlamento, y por los indultos a los cabecillas del golpe –medida que muchos vimos bien por una mera cuestión de caridad, no como moneda de cambio político—; siguiendo por la retracción de la Abogacía del Estado y de la fiscalía en las causas contra los golpistas; por la inaudita decapitación de la jefa del CNI que había contribuido a desactivar el golpe actuando dentro de la más estricta legalidad; plegándose a los postulados y prácticas lingüísticas “koinesistas” del Govern; renunciando a que el PSC ejerza la oposición en el Parlament; y ahora tanteando la posibilidad de un cambio en el Código Penal que, bajo pretextos peregrinos de “equiparación” con la legislación de otros países europeos, permita, entre otras cosas, que el señor Junqueras burle la inhabilitación y el señor Puigdemont regrese de Waterloo, con lo bien que está allí.

Con estas concesiones, y las que haga falta en el futuro inmediato para mantener una mayoría parlamentaria, el señor Sánchez va ganando tiempo para afrontar los grandes problemas que plantean las tremendas crisis a las que ha tenido y tiene que enfrentarse, desde la pandemia a la guerra, pero a costa de ir desarmando al Estado y abaratando futuros golpes que el nacionalismo no dejará de intentar, como ya ha avisado por activa y por pasiva que hará, en cuanto se le presente una ocasión propicia: cuando gobierne el PP, la crisis se agrave y con ella el descontento general.

Es una política la del socialismo para Cataluña que recuerda a las famosas “palancas” con las que el señor Laporta ha refinanciado el Fútbol Club Barcelona: comprando presente a costa de venderse un futuro… en el que él ya no estará. Puede ser que al señor Laporta le salga bien, pese al descalabro de la Copa de Europa. Pero puede salirle mal, y entonces los socios le reclamarán, a él y a su junta, responsabilidades por el desastre.