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El escritor Juan Soto Ivars

El escritor Juan Soto Ivars Europa Press

Pensamiento

El feminismo identitario contra Soto Ivars

"El libro no niega la violencia machista; cuestiona el modo en que se ha construido un relato oficial que la instrumentaliza, la simplifica y la eleva a dogma"

Publicada

La enorme polémica suscitada por el libro Esto no existe: Las denuncias falsas en violencia de género (Debate, 2025), de Juan Soto Ivars, se ha querido encerrar, de manera interesada, en un marco estrecho y moralizante, como si el objeto del ensayo fuera minimizar la violencia contra las mujeres o cuestionar su existencia. Nada más perverso para desactivar una crítica incómoda. Porque el libro no es, en lo esencial, una discusión estadística, sino una impugnación de mayor alcance: la del feminismo identitario —o iliberal— convertido en ideología de Estado en la España del siglo XXI.

Conviene empezar por una obviedad que se niega sistemáticamente: discutir una política pública no equivale a negar el problema que dice combatir. El libro no niega la violencia machista; cuestiona el modo en que se ha construido un relato oficial que la instrumentaliza, la simplifica y la eleva a dogma.

Un relato que no admite matices, que desconfía de la evidencia empírica cuando resulta incómoda y que ha colonizado el debate público hasta transformar cualquier discrepancia en sospecha moral.

La obsesión con la polémica sobre las denuncias falsas funciona así, como cortina de humo. Soto Ivars discute datos y lo hace con documentación, pero su objetivo es más profundo: mostrar cómo el feminismo institucional ha derivado hacia una ideología iliberal que ha sustituido los principios del Estado de derecho por una lógica identitaria.

Una lógica que relativiza la presunción de inocencia normaliza la excepcionalidad jurídica y concibe la ley no como garantía universal, sino como herramienta pedagógica y punitiva. El problema no es solo si existen abusos procesales, sino que se haya construido un sistema político impermeable a cualquier revisión crítica.

En ese sentido, el libro es un ensayo que obliga a una revisión profunda de ideas que muchos, entre los que me incluyo, dábamos por buenas, y que casi nadie se atrevía a cuestionar. Porque disentir tenía un coste demasiado alto: ser etiquetado de machista y, políticamente, amigo de Vox.

Soto Ivars pone palabras, datos y argumentos allí donde durante años han reinado el silencio prudente, la autocensura o la aceptación resignada de un marco ideológico presentado como moralmente inapelable.

La reacción contra el libro confirma, paradójicamente, su tesis. No se le discute con argumentos, sino con descalificaciones. No se le rebate: se le señala. Se habla de “blanqueamiento” o “negacionismo” como si estuviéramos ante una herejía y no ante un ensayo crítico.

Esa respuesta revela hasta qué punto el feminismo identitario ha dejado de ser una corriente política para convertirse en un sistema de creencias protegido por el poder. Y todo sistema de creencias necesita herejes para reafirmarse.

En ese contexto se entiende el caso del periodista Fidel Moreno en Radio Nacional de España. Tras mencionar en una tertulia la existencia de denuncias falsas a propósito del libro de Soto Ivars, Moreno fue objeto de un linchamiento digital promovido, entre otros, por una compañera de mesa y acabó siendo despedido del programa.

Más allá de la anécdota personal, el episodio retrata un mecanismo ya asentado: la sustitución del debate por la presión, del argumento por la denuncia pública, de la discrepancia por la expulsión simbólica.

No se trató de refutar lo dicho, sino de castigar el hecho mismo de decirlo. El mensaje es inequívoco: hay temas sobre los que se puede hablar y otros sobre los que conviene guardar silencio. La frontera no la marca la ley ni el rigor intelectual, sino la ortodoxia ideológica del momento. Y quien la cruza asume el riesgo de la cancelación, incluso en medios públicos que deberían garantizar el pluralismo.

El libro documenta cómo esta lógica ha impregnado el espacio público: estadísticas utilizadas de forma selectiva, leyes evaluadas por su intención y no por sus efectos, y una pedagogía moral que divide a la sociedad en identidades enfrentadas. El hombre como sujeto sospechoso; la mujer como sujeto tutelado. La izquierda, al asumir este marco, ha renunciado a su tradición ilustrada y garantista para abrazar un identitarismo punitivo que empobrece la democracia.

Nada de esto implica negar la violencia contra las mujeres. Implica algo más exigente: someter las políticas públicas al escrutinio racional, preservar las garantías y rechazar que una causa justa sirva de coartada para erosionar principios básicos del liberalismo democrático.

Por eso el libro de Soto Ivars incomoda tanto. Y por eso, episodios como el de Fidel Moreno no son excepciones, sino síntomas. Ambos retratan el clima de polarización que se ha instalado en España, donde disentir se confunde con agredir y donde el feminismo identitario, elevado a ideología de Estado, se protege no con argumentos, sino con silencios forzados. En una democracia madura, ese debería ser el verdadero motivo de preocupación.