La ley de Hooke establece que la deformación de un cuerpo elástico es directamente proporcional a la fuerza aplicada. Cuando se supera el límite elástico, el material ya no vuelve a su forma original: entra en una fase de deformación plástica o incluso de ruptura.
Hooke puede ayudarnos a explicar, lo que está sucediendo en la política española sometida a fuertes tensiones que amenazan con sobrepasar el límite elástico de la convivencia, el dialogo, la operatividad del sistema, la funcionalidad institucional...
Después de la aprobación de la Constitución del 78, el Estado se encontraba en “zona elástica” caracterizada por unas instituciones que funcionaban con una cierta normalidad, existía el diálogo entre partidos, la separación de poderes, y el respeto a las reglas del juego político, lo que permitía que el sistema absorbiera tensiones sin deformarse de manera permanente. Sus constituyentes imaginaron un sistema con capacidad de absorción de tensiones, con amortiguadores institucionales, con resortes de diálogo. Gobiernos de distintos signos fueron sucediéndose con alternancia. Aunque sin duda era mejorable, esa elasticidad funcionó durante décadas con todas sus imperfecciones.
Irrumpe el siglo XXI con sus incertidumbres y sus preguntas sin respuesta, que afectan y debilitan tanto a la derecha liberal-democrática, como a las izquierdas cada vez más desorientadas y perplejas. En España y en toda Europa aparecen “fuerzas “que tensionan el sistema, y lo conducen hacia los umbrales de la zona de deformación plástica.
Se instala la polarización política, surgen enfrentamientos entre los poderes del Estado, se cuestiona la legitimidad de las instituciones, crisis territoriales (como el independentismo catalán), se deteriora la convivencia, crece el desapego ciudadano.
El sistema se muestra incapaz de encontrar las soluciones y dar respuesta a los problemas y retos del siglo XXI. El populismo irrumpe con fuerza en el escenario político. El racismo, la intolerancia, el ultranacionalismo, la nostalgia por el franquismo se instalan en parte de las derechas españolas. Ejemplo palpable de ese populismo seria la nueva lideresa de todas las derechas que desde la presidencia de la Comunidad de Madrid intenta alcanzar el poder aprovechando la ola de ultranacionalismo que invade a las sociedades europeas. Vulgar imitadora del “trumpismo” más cutre y provinciano.
Uno de los factores que más contribuye a penetrar en las zonas de deformación plástica es la corrupción, un verdadero estigma que afecta mayoritariamente a los dos grandes partidos y debilita a la democracia. La corrupción afecta más sin duda a la izquierda pues resquebraja su discurso de
igualdad, justicia social y solidaridad. La grave crisis por la que atraviesa el PSOE afecta muy en profundidad al partido y al gobierno de España.
Todo sistema tiene un umbral más allá del cual no puede volver a su forma original. Y en los últimos años, la democracia española parece estar rozando ese umbral.
Las instituciones, como los cuerpos físicos, han empezado a mostrar signos de fatiga. El poder judicial, cuestionado y politizado, pierde autoridad moral. El Parlamento, convertido con frecuencia en un campo de batalla verbal, ha olvidado su vocación deliberativa. Los partidos políticos se atrincheran en discursos donde el adversario es enemigo y la cesión es traición. El debate ha sido sustituido por la descalificación. El diálogo ha sido arrinconado por la estrategia electoral. La convivencia también se resiente. Los bloques ideológicos no solo discrepan, sino que parecen habitar realidades distintas.
Los mecanismos de corrección se han debilitado. Las fuerzas políticas son incapaces de recomponer pactos básicos: justicia, educación, vivienda, territorialidad…. Como si la materia política ya no respondiera con elasticidad, sino con rigidez, como si algo se hubiera deformado ya, de forma permanente.
Y sin embargo, no todo está perdido. La ley de Hooke no es una condena, sino una advertencia. Nos dice que antes de romper, todo sistema avisa. Las grietas son señales. El rechinar de las estructuras, el agotamiento de la confianza ciudadana, la emergencia de populismos extremos, la corrupción que no cesa, todo ello nos habla de un material al que se le ha exigido más allá de lo prudente.
¿Podremos actuar mientras el sistema aún está en la “zona elástica”? ¿O seguiremos tensándolo hasta escuchar el crujido final?
Para evitar la deformación plástica de nuestra democracia —una pérdida irreversible de legitimidad, funcionalidad y cohesión— necesitamos reconstruir los mecanismos de elasticidad institucional. Esto implica restaurar la cultura del pacto, revalorizar la moderación, desjudicializar la política, que los líderes políticos no se perciban como jefes de bando, sino como guardianes de un sistema común y compartido. Que la oposición no sea una trinchera, sino una alternativa legítima. Que la discrepancia no sea sinónimo de amenaza, sino de pluralismo.
El límite elástico no es solo una medida técnica. Es una advertencia moral. Es el punto a partir del cual ya no hay retorno. España aún está a tiempo. La materia está estresada, pero no rota. El tejido institucional aún conserva cierta flexibilidad.
La crisis del PSOE genera incertidumbre sobre el futuro del gobierno de coalición y del propio presidente. Hoy por hoy, en plena tormenta de acusaciones y descalificaciones, cualquier acuerdo es imposible. Urge dar la voz a los ciudadanos, que decidan por la continuidad de un gobierno
progresista o el retorno a la España rancia del populismo “ayusista” y su aliado VOX.
Como en los cuerpos físicos, también en política, saber cuándo y cómo detener la tensión es clave para evitar la fractura.