No sé qué noticia hay en que en el Palau de la Música los asistentes berreen “¡independencia!” en presencia de Salvador Illa. El Palau de la Música es un hábitat de la pijería catalana, como las cloacas lo son de las ratas, y la pijería catalana se cree tan superior a todo el mundo, que le encanta vociferarlo.

Gritar “independencia” es solo una manera de decir "somos la raza superior y no está bien mezclarnos con nadie más”. No hay nada de malo en ello, todo lo contrario, ya que eso es lo más revolucionario que van a atreverse a llevar a cabo en toda su vida, es bueno que por lo menos paguen entrada para hacerlo. Si quiere hacer una revolución, pague usted 20 euros. O 30, si quiere hacerla desde la platea. Las revoluciones desde el gallinero son más baratas, solo 10 euros, pero desde ahí le cuesta a uno sentirse un líder catalanista.

En el Palau de la Música deberían organizar jornadas sin actuaciones musicales, solo para que vayan ahí independentistas a gritar. Es injusto que deban aguantar una hora de concierto cuando lo único que desean es hacer su numerito. Llegarían ahí, gritarían un poco, desplegarían las cuatro esteladas de rigor, y a otra cosa, mariposa. Así no perderían el tiempo ni molestarían a quienes van con toda su buena fe a escuchar un concierto, que algunos debe de haber.

A los templos europeos de la música, la gente va a escuchar música, cosa que es una ordinariez. No así en Cataluña, donde hasta el Liceu se convirtió en el lugar donde la burguesía presentaba en público a sus amantes, y donde la música era lo de menos, como está mandado. En ese mismo sentido, el Palau de la Música sirve para lo que sirve: o para que sus dirigentes roben dinero a espuertas, o para que cuatro chalados reivindiquen la independencia de Cataluña. Independencia a la que renunciarían al instante si sospecharan que les costaría un solo euro.

Si algo tienen los pijos catalanes es que son capaces de llamar a las armas -de boquilla- con más énfasis que cualquier otro pueblo del mundo, pero son también capaces de esconderse como gallinas -o de salir huyendo en el maletero de un coche- así presuman que pueda descender levemente su nivel de vida.

Su complejo de superioridad queda claro desde el mismo nombre del lugar que eligen -qué pesados son- cada año para recordarnos que se sienten superiores: Palau de la Música. La pijería catalana no puede conformarse con un auditorio o una sala de conciertos al uso, como todo el mundo. No, ellos necesitan un palacio, un sitio que con su solo nombre indique al mundo que los catalanes somos lo más y que hasta para escuchar música folclórica necesitamos sentirnos reyes. De lo que sea, pero reyes.

Después, vamos ahí solo a hacernos oír, porque no sabemos nada de música, ni falta que nos hace. Nos da igual que cante el Orfeó Català o la Charanga del Tío Honorio, con gritar “independencia” unas cuantas veces en presencia de Salvador Illa, nos sentimos importantes durante todo un año, hasta que toque volver al Palau a gritar de nuevo. Ser revolucionario en Cataluña sale barato: va uno al Palau de la Música, pega cuatro gritos y, cuando vaya este verano al chalet de la Costa Brava, ya podrá contar a las bronceadas amistades que ha hecho todo lo que ha podido para liberar a esta nación oprimida.

Es muy bonito que la gente bien participe de revoluciones, que no se diga que estas son solamente cosa de pobres y de descamisados. Pero no deberían gritar tanto, que eso es cosa de plebe y hace poco fino. Como les diría John Lennon a los habituales del Palau de la Música: los que quieran la independencia no hace falta que griten, basta con que hagan sonar sus joyas.