La especialización es un correlato del devenir histórico, aunque no esté claro que siempre lo sea del progreso intelectual (no meramente científico). A la aparente vacuidad de los filósofos acientíficos cabe unírsele, muy especialmente, la especificidad de los nuevos trabajos, sobre todo técnicos, que prescinden de cualquier formación teórica y, ya no digamos, de cualquier trasfondo histórico. Esta atmósfera de continuo nacer de tipologías, fagotizando las previas, no ha dejado al margen a los géneros literarios.

Quién sabe si llevando al extremo los ideales de Aristóteles, nos gusta categorizar y clasificar, pero tendiendo, últimamente aún más, hacia los comportamientos estancos (sin duda, todo motivado por la mecanización y la incompatibilidad de la inteligencia artificial, “superficial”, con la metafísica). Los siempre necesarios clásicos, provistos cuasi por naturaleza de tics de totalidad inclasificable (ni novela negra, ni erótica, ni tampoco novela histórica o de ciencia-ficción), eran obras que intentaban aunar el saber de la época, o lo intentaban, en una sola producción.

Pienso en la Divina Comedia como obra de amor y de regusto histórico-mitológico, pero también como ejemplo de manual de teología, o en Crimen y Castigo (que lejos de ser una “simple” novela negra al uso, narrando asesinatos como un serial, ejemplifica el Realismo de Dostoyevski y el incipiente auge de las disciplinas concernientes a la mente y al cerebro). Uno de los “hermanos menores” de esta continua categorización, y, sin duda, uno de los géneros más en auge, es la Ciencia Ficción.

Con finalidad de sátira (ironizando sobre la falta de subjetividad y la invención en los textos, formalmente, rigurosos), la Ciencia Ficción tuvo un primer precedente en Luciano de Samósata (125-181) quien, en sus Historias Verdaderas, imaginó un divertidísimo viaje a la Luna donde se hallaban pobladores “cabezas-de-atún” o “manos-de-cangrejo”. Con todo, no sería hasta Julio Verne que el género de la Ciencia Ficción cogió una mayor sustantividad y autonomía, hablándose hoy en día de “la deuda” que el Premio Nobel tiene con los grandes autores contemporáneos del género (véanse Asimov, Vonnegut, Herbert o Arthur C. Clarke).

Sea leyendo, o viendo por televisión, obras de Ciencia Ficción, hay algunas cuestiones que todos damos por supuestas y que a nadie escandalizan: la facilidad con que los personajes visitan diferentes planetas sin respirador ni escafandra, la falta de consecuencias temporales de la teoría de la relatividad en los viajes espaciales y la afabilidad, e incluso, empatía que alcanzan las máquinas parlantes.

Sobre la primera de las cuestiones cabe decir que no es una materia ajena a la investigación científica. En la mente de autores como Carl Sagan o James Lovelock (creador de la hipótesis Gaia, por la que se conceptúa a nuestro planeta como un organismo en sí, integrado por elementos orgánicos que se autorregulan) la terraformación siempre ha sido un camino a plantearse. Cabe definirla, en palabras simples, como la adaptación de un planeta al nuestro propio (con su propia atmósfera, con oxígeno suficiente y una proporción de efecto invernadero que separe al moreno seductor de la mortal tostadora). La “primera víctima” de tal tesis (hasta el momento como hipótesis) fue Venus.

Sagan propuso enviar algas que redujeran el efecto invernadero de nuestro planeta gemelo, haciéndolo susceptible de colonización. De hecho, la imaginación popular (quizá por lo de ser el Lucero del Alba y llevar el nombre de la Diosa del Amor) siempre vio a Venus como nuestro destino más apetecible (no siendo pocas las novelas que recreaban a lo venusianos viviendo entre frondosas junglas y dinosaurios). El “mito venusiano” cambió cuando la URSS consiguió que sus sondas espaciales Venera aterrizaran en los años 60 y 80 (y, por lo tanto, por primera vez en la historia del hombre, un artefacto humano aterrizó en un planeta ajeno al nuestro). Los soviéticos pudieron comprobar que el nombre de Venus quizá debiera haberlo ocupado Plutón (Dios del Inframundo), pues más que el de la seducción, el planeta en cuestión, es un infierno de hasta casi 500  ̊C.

No será hasta las últimas décadas que el prisma se ha centrado en Marte como candidato para la colonización (visualizándose al “hermano rojo”, con argumentos científicos, como una suerte de Tierra caída en desgracia que anteriormente tuvo condiciones más aptas para la Vida, quién sabe si no la misma en sí). Actualmente los científicos parecen fijarse más en Europa, luna de Júpiter, y, sobre todo, en el mundo helado de Encélado (satélite de Saturno, con apenas 500 km de diámetro).

Es una verdad escasamente debatible que todos llevamos un potencial de “terraformación” o de propensión a adaptar a nuestro hogar lo ajeno. Pienso en los conejos, hurones y zorros que se llevaron por los europeos (ingleses en particular) a Oceanía y que, de paso, se cargaron la mayoría de la biodiversidad autóctona (como las grandes moas de Nueva Zelanda o infinidad de marsupiales australianos), no siendo menos cierto que este impacto “terraformador” existe aun no queriéndolo (véanse lo virus transportados por los europeos durante la conquista de las Américas). De hecho, me pregunto si no será imposible evitar la terraformación (al menos de ínfimo nivel) ni que sea llevando nuestras sondas y satélites… pequeñas bacterias.

Dejando la segunda cuestión (por ser de Física y compleja) al margen, la empatía de los robots es otra cuestión que no parece sorprender al ver o leer Ciencia Ficción. Sísifo seguramente también le puso nombre a su piedra… y es que el ser humano lleva congénito hacer a los animales dioses (véase el panteón egipcio o maya) o personificar a los canes con vestidos, carritos e incluso prerrogativas entre humanos… ¿cómo no humanizar a algo semejante a un microondas que irradia tanta servidumbre?

Recientemente se plantean infinidad de debates y son innumerables los feudos donde el profesional humano debe reivindicarse, cuasi al lado del tigre de Bengala, frente a la suplantación de una IA todopoderosa que va a acabar con el trabajo humano (¿estaréis preocupados con el ChatGPT los profesionales del sector?, se plantea la osada ignorancia de alguno).

El funcionamiento del pensamiento humano (influido por factores ambientales, genéticos… y no solo algorítmicos) hace que la IA fuerte (de la débil ni se duda) no pueda ser equivalente (por propia naturaleza) al ser humano. Sin necesidad de declarar la Yihad Butleriana de las novelas de Dune, me pregunto si la propia IA no está ya incumpliendo la primera de las leyes de la robótica de Isaac Asimov: "Un robot no hará daño a un ser humano ni, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño". Estando el cerebro humano expuesto a las circunstancias del ambiente, la irremediable pereza coherente con las leyes de la termodinámica produce mentes menos ágiles y acomodadas en la delegación al algoritmo. La vuelta al sueño de Prometeo en su enésima versión es una eterna realidad y alguno sueña con ver sentimientos en entes de hojalata…

La Ciencia Ficción nos ayuda a imaginar, y no necesariamente a aceptar. Pensábamos que los coches volarían (alguno ya pueda hacerlo) y que habría vuelos comerciales a Júpiter o a la Luna, al menos. La evidente realidad informa de que jamás intuimos que aparecería internet, ni que la disciplina más en boga de los próximos tiempos iba a ser la biología… ¿Sueñan las tostadoras con ligar con el microondas? El hombre, al menos, es soñador por naturaleza y no es un mero aglutinador de datos en forma de estadísticas.