Frank Cuesta, que hasta ayer jugaba a Tarzán de plató y hoy no pasa de domador de mentiras, se pegó un tiro en su propio pie con el vídeo más lamentable desde que los youtubers descubrieron el cartón piedra. Confesó —guion en mano— que nunca tuvo cáncer, que no es veterinario y que los bichos de su santuario tailandés eran comprados, como cuando en las Ramblas se vendían tortuguitas en tazas de plástico. Alegó estar preso de un chantaje y, después de esa excusa, se quedó tan campante, pidiendo perdón vestido de penitente hortera.

La farsa apenas le duró unas horas: la policía tailandesa, días antes, ya le había echado el guante por poseer nutrias y una pitón protegida. Le retiraron el pasaporte, y encima salió a la luz la historia del loro que murió por dejadez: pincelada mínima, pero suficiente para terminar de perfilar al personaje.

Lo peor no es el derrumbe del ídolo, sino el eco que deja en nuestras casas. Durante años, mi hijo —y miles como él— lo veneró como quien garabatea un nombre en la carpeta del instituto: veía coraje y autenticidad donde sólo había guion y patrocinio. Le advertí que la selva auténtica empieza en la sala de edición y que ningún rugido sale gratis en horario estelar, pero el brillo del plató encandila más que la razón. Ahora, con el héroe acorralado, mi hijo digiere el chasco: descubre que la jungla era croma y que la épica se pagaba a plazos. Crecer es esto: caerse del árbol sin red y comprobar que el suelo existe.

Mientras los restos de Cuesta se pudren al sol, otro macho alfa, Andrew Tate, exhibe abdominales judiciales. Pendiente de un juicio por violación, trata y crimen organizado, el ex kickboxer se pasea por Bucarest con un rosario de recursos que apenas aplazan lo inevitable: no litiga por su inocencia, sino por la ovación. Un tribunal devolvió su sumario a la fiscalía por chapucero, y Tate bramó victoria sin notar que aquel tango procesal no lo absolvía, sólo lo postergaba.

De esa mezcla de animalismo de sofá y testosterona de saldo se alimenta la adolescencia: nuestros hijos se pintan de verde por Frank, se golpean el pecho por Tate y votan lo primero que baile bien en TikTok. No leen; deslizan. Intercambian encuestas trampa sobre "violadores de tal raza" y se tragan conspiraciones low-cost que asedian a sus ídolos. Su cerebro es blando como flan, pero se inyectan un veneno durísimo que les persuade de que piensan. Pruébelos en la sobremesa y se derriten al primer dato con pie de página: intelectualmente, estos referentes son la lámina brillante que envuelve un snack y deja olor a aceite rancio.

Cuesta suplica clemencia porque lo apuntan, no porque lo sienta; Tate se justifica con vídeos motivacionales que nacen en el gimnasio, pasan por pornografía de saldo y terminan en el juzgado. Las auténticas víctimas son nuestros chavales, que han comprado —sin IVA— la autenticidad de baratillo que venden estos farsantes. Nuestro deber es amargarles el dulce: preguntar siempre quién le echa pienso a la fiera antes de pulsar me gusta.

El espectáculo exige su peaje. Hoy Cuesta pelea en tribunales, redes y platós por salvar algo más valioso que sus reptiles: su relato. Veremos qué queda cuando se apaguen los focos y los animales estén inventariados. Al menos mi hijo, hoy más cerca del hombre que del niño, ha aprendido que la jungla de verdad no se extiende en Tailandia, sino entre la barra espaciadora del teclado y la pupila de quien mira. Que la próxima vez, si busca héroes, escuche primero el silencio: suele ladrar menos que las cámaras y muerde exactamente igual.

Hoy le pregunto qué piensa del escándalo, y dice que, pese a todo, es innegable que Cuesta ha “dado la vida” por los animales. Que quizá no sea tan malo, porque en su inteligencia emocional —que sí la tiene— no quiere dañar al hombre que admiró ni herirse a sí mismo reconociendo el engaño. Me cuenta que duerme en contenedores y no entiende por qué necesita mendigar; se pregunta qué miedo íntimo lo empuja a inmolarse. Son reflexiones de quien empieza a ser adulto, tanteando la grieta entre la épica televisiva y la verdad a ras de calle.

Cuando lee este texto, cree que lo hago para ganarle en una tensión eterna entre el padre protector y el hijo inteligente, cuyos espejos quebrados se comienzan a desmoronar. Me recrimina que hable de Cuesta en su “peor momento”. No se da cuenta de que, como padre, no me siento orgulloso de haber visto venir el declive, sino que no quiero que les hagan daño.

Sigo pensando que las fotos picantes de Samantha Fox y de Sabrina eran mucho menos dañinas que escuchar a Tate ladrando su misoginia, que como la grasa, arrasa donde pasa. Porque no escribo contra Cuesta, sino escribo en favor de los adolescentes que no tienen por qué vivir apartando delincuentes en la calle ni en las redes.

Algún día, Tate será condenado, o el siguiente charlatán se estrellará con su propio micrófono, y nuestros hijos recordarán que se dejaron arrastrar por esa chatarra emocional. Tal vez entonces se quiten los auriculares, revisen su ingenuidad y murmuren un “qué tontos fuimos”.

Ese día, nosotros —padres que llevamos años braceando contra el algoritmo— sonreiremos con la calma de quien sabe que la verdadera selva no está en Tailandia ni en Bucarest, sino en la pantalla que encendemos cada tarde; una jungla de neón en la que el único antídoto sigue siendo pensar más de cinco minutos seguidos.