El domingo pasado me tocó asistir al bautizo de tres mujeres que, por diversos motivos, decidieron abrazar la fe católica con más de 30 años. En realidad, no solo se bautizaron (tengui), sino que también hicieron la Primera Comunión (tengui) y la Confirmación (falti), en una especie de ceremonia express que la Iglesia Católica tiene preparada para todos aquellos que deseen convertirse en la edad adulta, siempre y cuando hayan hecho unos cursos previos de catequesis.
“No hemos acabado el temario ni de largo”, me reconoció una de ellas, criada en una familia totalmente atea. De hecho, todavía no sabe explicar muy bien por qué ha decidido bautizarse. “Un buen amigo se bautizó hace dos años, y desde entonces que le daba vueltas al tema…”
Después me enseñó a sus “profesoras” de catequesis: tres señoras del Opus Dei que no dudaron en asistir al bautizo --celebrado en una iglesia del Upper Diagonal, enteramente en castellano-- muy emperifolladas y sonrientes. Al terminar, se prestaron a hacerse fotos junto a sus discípulas y padrinos, sin dejar de repetir: “felicidades” y “enhorabuena”.
Sabiendo que mi conocida tendrá que continuar recibiendo formación religiosa de esas señoras, estuve a punto de sugerirle que mirase El minuto heroico: yo también dejé el opus dei, el documental de Mónica Terribas sobre mujeres que decidieron abandonar la orden y explican sin tapujos lo mal que lo pasaron, no vaya a ser que la capten. Pero me mordí la lengua. A sus 40 años, ya sabrá dónde se mete y a quién escucha.
Yo no soy creyente, pero no me avergüenzo de la educación cristiana que recibí. Hasta los 12 años fui al colegio parroquial de mi pueblo, cuyo director, Mossèn Raimon, era un cura progre y moderno que nos decía “Dios es amor” y “Adán y Eva no existieron”. Además, los sábados por la tarde me lo pasaba bomba haciendo de monaguillo en su misa. Sus sermones no eran nada sermones, en el sentido de que tanto un niño de 12 años como un adulto de 60 entendían lo que te estaba diciendo, que en el fondo no era más que: ten principios, quiere mucho y sé buena persona.
Más adelante, cuando ya había terminado la universidad, Mossèn Raimon, que era muy germanófilo, viajó de vacaciones a Berlín, donde yo vivía entonces, y quedamos para tomar un helado en Unter der Linden. Hablamos de Alemania, de política europea, de literatura, de historia… De todo, menos de Jesús.
Recuerdo que calzaba unas sandalias de doble correa súper feas, tipo Birkenstock, y conducía un Golf rojo bastante abollado que dejaba siempre aparcado en la plaza del pueblo. Nunca sabías si estaba en la rectoría o en el colegio, dando clase, hasta que oías su vozarrón. “Caaallliiiin”, gritaba para pedir silencio.
Hace dos años, para complacer a mis padres, bauticé a mi hijo en la misma iglesia del pueblo, aunque el párroco actual no me gusta tanto como mossèn Raimon: es jovencito, lleva una sotana negra hasta los pies y en catequesis pide a los niños que se arrodillen para rezar. ¡Qué se arrodillen! ¡En 2025!
No le gustó que fuera madre soltera. “Ya sabes que la Iglesia está en contra de la reproducción asistida”, me sermoneó cuando le dije que mi hijo no tenía padre.
“¿Cada vez que tienes que bautizar a un niño le preguntas a sus padres si ha sido concebido in vitro?”, le respondí. Al final, no puso trabas y el bautizo fue bien. Pero una cosa me quedó clara: si mis padres quieren que mi hijo haga la Primera Comunión, la catequesis la hará en otro lado.