El sanchismo, al que algunos de sus fieles devotos adjudican asombrosas capacidades taumatúrgicas, sobre todo a la hora de cambiar de opinión, mentir con descaro y convertir la democracia española, imperfecta y necesitada de una urgente reforma, en la antesala de una autocracia de corte personalista con una cáscara asamblearia, donde sólo cuenta el halago y las críticas son entendidas como agresiones, carece de sofisticación. Su capacidad para corromper los principios morales más básicos y disfrutar de adhesiones marciales se basa en una fórmula troppo sencilla. 

La formuló Jorge Luis Borges al hablar de los peronistas: “Mire, yo detesto a los comunistas, pero, por lo menos, ellos tienen una teoría. Los peronistas, en cambio, son unos snobs. Los peronistas no son ni buenos, ni malos; sencillamente son incorregibles”. Y añadía el escritor argentino que la única razón de que existieran peronistas era que alguien les pagaba por serlo. Por supuesto, con el dinero que pertenece a los demás. 

Esto mismo cabe decir de las tácticas de resistencia del presidente del Gobierno y su círculo de confianza, que no ganó las elecciones, aunque sí comprase –con la amnistía– la investidura, y que no cesa de jugar con las cosas de comer y tratar a los ciudadanos como si fueran famélicos idiotas que necesitan que un Estado benefactor, en su infinita caridad, avale sus hipotecas, en lugar de dejar de freírles a impuestos, que es lo único que sabe hacer la ministra Montero, para que puedan responder de sus obligaciones financieras con el fruto de su trabajo y de su esfuerzo. 

Que la demagogia y el vasallaje son las dos únicas pautas de Sánchez ya lo vimos con el decreto omnibus, donde el Gobierno jugó al póker con las pensiones de nuestros mayores hasta que tuvo que tragarse su propia hybris y enmendarse a sí mismo, troceando lo que era intocable. Sucede de nuevo con la quita de la deuda autonómica, que ayer provocó un plantón de la mayoría de las autonomías ante la machada de la vicepresidenta Montero, que intenta escabechar el plato de los privilegios acordado –en su propio beneficio y con perjuicio para el resto de las regiones– entre el PSC, ERC y Junts, aunque los exconvergentes se hayan descolgado a última hora por razones tácticas que obedecen a su competición con los republicanos, dejando así sin mayoría parlamentaria a Sánchez. 

La cosa parece compleja pero no lo es tanto. Al margen de los números, con los que todos sabemos que se puede justificar una cosa y la contraria, el sustrato de la propuesta del Gobierno sólo tiene un ingrediente: el clientelismo más obsceno. Su intención es envolver este plato único con excesivo picante, de forma que se disimule el olor de las cesiones hechas a ERC y Junts, sin las cuales no seguirá la legislatura. La operación equivale a sacar a subastar la España autonómica, ofreciendo el cebo de una falsa condonación de la deuda, que se mutualiza, para sostener el trasfondo del cupo catalán, la medida más reaccionaria que se ha visto en los lustros pasados y, probablemente, veremos en el futuro. 

En su infinita soberbia, a la que no acompaña precisamente la preparación, la vicepresidenta Montero, que intenta resucitar al PSOE en Andalucía de forma urgente para sostener el estrecho suelo electoral del sanchismo ante un adelanto electoral de las generales si la situación se torna imposible, ha dado por buena una fórmula trumpista: negociar los dineros de las autonomías sin contar con las autonomías afectadas. Aplicando a todas, previo ruego expreso, el modelo rubricado sólo con PSC, ERC y Junts. 

Es extraño que nadie diga la verdad: Salvador Illa, que es presidente de la Generalitat gracias a este pacto, porque las urnas no le dieron una mayoría suficiente, queda en una posición secundaria y comprometida frente a Sor Junqueras, el indultado, convertido en el mensajero de los dioses. La propuesta de quita es inaceptable porque está concebida con un animus malvado y tiene un afán partidario: comprar la omertá general a cambio de un alivio financiero circunstancial, sin que desaparezca la carga de los pasivos provocados –en distinto grado– por todas las autonomías, que recaerán ineludiblemente en los bolsillos de todos los españoles. 

El saldo de este cambalache, que Montero vende como salvífico, no contenta a casi nadie, salvo a la Generalitat, que casualmente ha regresado al Consejo de Política Fiscal y Financiera únicamente para votar en favor del Gobierno. Esto es: de sí misma. Por supuesto, Moncloa describe la rebelión del resto de las autonomías en clave partidaria, insistiendo en que se trata de una operación de Génova en contra el interés general. Curiosa tesis: los presidentes autonómicos, sean del partido que sean, no dejan de serlo por haberse presentado en unas listas electorales de parte. En el foro fiscal y financiero se sientan instituciones, no fuerzas políticas. 

El PP, cuya hegemonía territorial es ahora dominante, como evidencia la composición del Senado, ha decidido dejar a Montero, la incontinente, y a Illa, el silente, solos consigo mismos. Encerrados con su propio juguete. El presidente de la Generalitat puede ahorrarse la gira diplomática de propaganda para intentar suavizar los agravios que causa en el resto de las autonomías la agenda independentista. 

Hacer esta excursión, poniendo cara de yo no he sido, es un acto perfectamente bizantino. Y será absolutamente estéril. Nadie va a tragarse la milonga de que si los independentistas y el PSC ganan (por supuesto a costa de los demás), España puede salir beneficiada. Semejante idea no alcanza ni la condición de sofisma. Sólo es una colosal estafa.