El miércoles por la tarde mi hijo salió llorando del cole. Al parecer, su mejor amiga, Lucía, le había robado el corazón de cartulina necesario para hacer el Valentine's, la tarjeta de felicitación del día de San Valentín, en la que saldríamos "el avi" (el abuelo) y yo. 

"El avi, no, Ricard, ¡que no es mi novio!", le dije. Pero, claro, él no entendió nada y se enfadó. Para un niño de 4 años, San Valentín, según lo que le han explicado en la escuela, es una fiesta que se celebra entre una mamá y un papá, da igual si ese papá es el padre de la mamá, ese papá y esa mamá se odian o viven separados, o ese papá está enamorado de otro papá. 

"¿Por qué les enseñan estas tonterías retrógradas?", le pregunté a un amigo. Mi hijo, además, pronuncia "Valentines" en inglés igual que la marca de whisky: "Mamá, estoy preparándote un Ballantine’s para ti y para el abuelo", y no puedo dejar de imaginármelo en la discoteca con la copa de whisky cola en la mano. Igual no haya que esperar tanto.

El domingo pasado en el restaurante mexicano creo que disfrutó demasiado lamiendo la sal de los bordes de la copa de mi Margarita. Fue casi lo único que comió, más allá de los totopos y tortitas de maíz para envolver los tacos de cochinita pibil.

Su absoluta falta de curiosidad por la comida debe ser cosa del donante, su padre biológico, que a pesar de que no conocerá nunca, igual sí se merecería su Valentines. El 14 de febrero de 2020 me hicieron la primera y única in vitro, y salió bien. "Hoy es el día de San Valentín, tiene que ser un niño, y será el hombre de tu vida", me dijo la ginecóloga antes de implantarme el embrión. Tuve mucha suerte. Acertó. 

Este año he decidido conformarme con el Valentine’s de mi hijo (el whisky lo cambié por una copa de vino) y ayer no envié ningún e-mail o mensaje bonito a alguno de mis amores imposibles. Creo que, por fin, los he dejado ir, aunque me aburre pensar que no estoy enamorada de nadie

Estar enamorado es el mejor sentimiento del mundo, y uno tendría que estar agradecido a los astros cuando lo está. Cuando lo que más deseas del mundo es que la otra persona sea feliz.

Cuando estás alegre porque sí. Cuando tienes ganas de escribir poemas cursis en el reverso de una multa de estacionamiento. Cuando tienes ganas de cocinar croquetas o montar una yincana por el Poblenou para esconder un regalo sorpresa.

Hace mucho tiempo, un mexicano apasionado me dejaba libros con mensajes de amor encriptados en la recepción del periódico, otro me regaló una camiseta con el logo de una ciudad rusa que planeábamos visitar juntos algún día. Con ninguno de ellos acabó prosperando el amor, pero de todos me enamoré un poco y los quiero siempre conmigo en el recuerdo.

"El amor es la única cosa buena que tiene la vida y la estropeamos con exigencias imposibles", escribe Guy de Maupassant en Bel Ami. Si San Valentín tiene que servir para algo, que sea para agradecer los enamoramientos vividos.