¡Hace 50 años!
Para el mundo, 1975 fue un año importante, porque después de 20 años de combate acabó la guerra del Vietnam, lo que supuso la primera derrota militar de los Estados Unidos.
Para España, 1975 fue importante porque murió el dictador Franco.
Y –con ser lo de Vietnam y lo de Franco importante-, para mí y mis amigos, 1975 fue un año glorioso porque Jaume Sisa publicó su disco Quasevol nit pot sortir el sol, de ocho canciones redondas, entre las que destacaba la que le daba el título, y que era un himno cordial, onírico, con ecos lisérgicos.
Aquella canción lenta, en do mayor, que se animaba vagamente en los estribillos, acabó teniendo tanto éxito que con los años saltó de los ambientes underground al gran público (catalán, pero no sólo); hasta que, como se oía tanto, a alguna gente, tanto gente de gustos conservadores como gente de un progresismo más, digamos formal, encuadrado, positivista, acabó pareciéndoles enfadosa, como si fuera la banda sonora de una mentalidad decadente, infantiloide, emporrada y xirucaire…
Ahora caigo en que este término, xirucaire, quizá el lector si es joven no lo conozca: procede de las Chirucas, unas botas baratas, de tela marrón y suela de goma, muy prácticas para hacer senderismo y escultismo y ponerse así en contacto con la naturaleza. Eran –son: aún se venden- cómodas y prácticas, pero para la época –aún no habían llegado las zapatillas deportivas--, más bien feas, y si las llevabas en la ciudad es que tenías mentalidad franciscana, un poco de estar por casa. Pero basta de las Chirucas. Volvamos a Sisa y a su disco seminal, su segundo disco, Quasevol nit pot sortir el sol.
Recuerdo la magistral portada del disco, con una fotografía nocturna en la que se ve en primer término la fuente de Montjuïc, con el palacio de María Eugenia (MNAC) detrás, con el agua de las fuentes de Montjuïc y los rayos de luz detrás del palacio proyectándose hacia lo alto en colores azul y amarillo, ácidos, ácidos lisérgicos.
Daba la impresión de que, también de Barcelona, que entonces no era la ciudad satisfecha de sí misma en que se convertiría con los Juegos Olímpicos, podía hacerse un escenario mítico.
Para la mentalidad de hoy, la letra de aquella canción sería impensable. Es un himno tranquilo al buen rollo. Habla de una fiesta nocturna a la que están llegando toda clase de personajes de la subcultura popular, desde La Monyos –un personaje real, que andaba siempre en las Ramblas— hasta el Patufet, pasando por Carpanta, Superman, Pinocho y los personajes de los cuentos tradicionales de Grimm. “Bienvenidos, pasad, pasad, de la tristeza haremos humo”.
Los nombres de los invitados se van desgranando en una larga letanía de un tono soñoliento, onírico. Ahora llegan los tres cerditos, ahora el caganer. Todos aquellos personajes no llegaban de la calle, sino de los sueños e ilusiones de la infancia, y se encontraban en la fiesta armoniosamente mezclados los de tradición española, catalana y norteamericana. Todo aceptado y en pie de igualdad, lo que, por cierto, denota una mentalidad abierta, que no renuncia a nada, al contrario de lo que luego empezó a estilarse y que hoy ha cuajado como una floración amarga…
… Y cuando ya parece que en la fiesta no falta nadie el cantante se percata de que sólo faltas tú: “También puedes venir, si quieres”, le dice, amablemente, al oyente. “Te esperamos, hay sitio para todos. Mi casa es vuestra casa, si es que las casas son de alguien. Cualquier noche puede salir el sol”. ¡Cuánta simpatía! ¡Qué mentalidad hospitalaria y abierta! Hoy lo escuchas y parece que aquel mensaje viene de otro mundo.
Luego Sisa hizo otros discos no menos fantásticos y se inventó al incomprendido alter ego o heterónimo Ricardo Solfa. El país yo creo que se le quedó pequeño, como a una planta tropical un tiesto insuficiente. Ahora ya está jubilado.
En 1975, yo también estuve en aquel concierto de Sisa en Zeleste, donde se subió al escenario con una chaqueta de lentejuelas de crooner o jefe de pista de un circo, donde le esperaba su banda, y antes de empezar a cantar dijo que venía del Poble Sec, “de las profundidades subterráneas de la Font del Gat” para llevar la Nova Cançó a dimensiones galácticas…
A la salida de Zeleste, me encontré a una chica borracha y drogada hasta las cejas, casi catatónica, que había asistido al concierto y se había entretenido y perdido el tren para volver a su pueblo. Hacía frío, no iba a dejarla en la calle e, imbuido del espíritu de la canción de Sisa –“mi casa es tu casa, si es que las casas son de alguien”-, la invité a dormir en mi casa. Entonces se hacían cosas así.
Le cedí la cama y yo dormí en el sofá. Con un ojo abierto, por si se despertaba viendo visiones e intentaba apuñalarme. A la mañana siguiente, me dio las gracias y se fue, resacosa, sin tomar ni siquiera un café. No volví a verla. A saber qué habrá sido de ella. Lo mismo ha muerto. O tiene nietos y los está cuidando. La canción no ha cambiado, sigue siendo maravillosa. Si algún músico de generaciones venideras la canta, tendrá que meter en la lista de los invitados, junto a los tres cerditos, y a Snoopy y su secretario Emilio y a Roberto Alcázar y Pedrín, a Jaume Sisa.