Partiendo de que la realidad de cada cual es una “alucinación controlada”, la neurociencia demuestra que la “objetividad” es un desiderátum y no una premisa alcanzable.

El sueño de alcanzar el dogma irrefutable no sólo es imposible, sino contrario al propio “método científico”, y ello se predica, por lo tanto, lo mismo de los telediarios como de nuestros políticos; la historia, o, mejor dicho, su relato, no es una excepción a lo dicho.

Hubo un tiempo en que la historia en sí, no pretendía esconderse tanto de su subjetividad, persiguiendo (sin esgrimir el “género divulgativo”) ser valorada y gozada, en parte, como entretenimiento.

A esa naturaleza respondió, sin duda alguna, la historiografía grecolatina (Heródoto, Tácito, Dion Casio, Amiano Marcelino…), siendo de uso cotidiano por esta, y de forma escasamente disimulada, el partidismo de rigor del momento, según origen de la financiación y foco-destino de las lisonjas e interesados piropos.

La historia no sólo la escriben los vencedores, sino también quien la paga, sea directamente con dinero o con el beneplácito del propio poder imperante en ese momento, lugar y movimiento político (piénsese que en la Antigüedad clásica se desconocía la propiedad intelectual, y que lo más que se podía alcanzar era la propia fama o el cobijo de un generoso mecenazgo).

Por lo que se refiere al Imperio Romano (la idílica construcción histórica, continuamente recreada, y en la que, según dice algún entendido, piensa cuasi todo hombre occidental en algún momento del día, algunos en varios), todo lo que hemos recibido de las fuentes coetáneas está sujeto a dos grandes filtros: el Senado y su papel frente, o a favor, de los primeros cristianos. 

Ningún habitante del Imperio hubiere utilizado jamás los apelativos Calígula (“botitas”, en referencia al calzado, caligae, utilizado por los legionarios) o Caracalla (“un tipo de capa”, similar a una caperucita) para referirse, en persona, a dos emperadores romanos.

En ambos casos nos encontramos ante dos formas de nombrar a dos emperadores de escaso cariño senatorial.

Hollywood, antípoda de todo atisbo de realidad, nos ha parodiado a ambos césares, primero con el film Caligula (1984) de Tinto Brass, tildado de pornográfico incluso, en el que intervinieron autores como Peter O'Toole (como Tiberio), Malcolm McDowell (el de La naranja mecánica, como Calígula) o la mismísima Helen Mirren (como Cesoria) y, en cuanto a Caracalla (y su hermano Geta) con el ominoso Gladiator II (2024) de Ridley Scott.

Reñido con el Senado, y, sin duda rencoroso, por perder a su afamado padre, Germánico, en extrañas circunstancias (hay quien culpa a un celoso, y según Gregorio Marañón, resentido Tiberio), no tenemos demasiada información que nos ofrezca brindar un juicio “neutral” sobre la persona de Cayo Julio César Augusto Germánico (“Caligula”).

Quizá fuere epiléptico como el propio Julio César (quizá esquizofrénico), pero también tenemos fuentes fidedignas de que el tercer miembro de la Dinastía Julia fue un gran urbanista y un emperador popular (¿quizá populista?) en su época (restableciendo, por ejemplo, las “elecciones democráticas” y estableciendo controles al gasto público).

Prueba del escaso cariño que tuvo por la Alta Cámara romana (aristocrática y poco dada a los cambios) fue que nombró, con obvia presunción de desafío y parodia, senador a su caballo Incitatus (sin duda, la inspiración del “gracioso”, y poco acertado, guionista de Gladiator II, para el mono de Caracalla, y que es un episodio plenamente inventado, tal y como los babuinos asesinos luchadores, por no hablar del rinoceronte blanco domado como montura).

Caracalla (o Marco Aurelio Antonino, pues quería considerarse continuador del afamado emperador-filósofo) no sufrió una Damnatio memoriae como Calígula (o el, también “actual” Domiciano (hijo de Vespasiano, y sucesor, quién sabe si también asesino, de su hermano Tito) de Those About to Die (2024), serie que he disfrutado algo más que la grotesca secuela del momento).

La Damnatio memoriae era un procedimiento por el cual el Senado, no sólo no divinizaba a un emperador, sino que decretaba que debía borrarse su nombre, efigie, representación… e incluso su nombre, en todo aquello que recordara al condenado.

Hijo de Septimio Severo (quien para Ridley Scott no existió, pese a ser uno de los más afamados césares romanos, africano en origen) y de Julia Domma (la de los libros de Posteguillo) a él se le debe la adopción de la Constitutio Antoniniana o Edicto de Caracalla, por la que se extendió la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio (haciendo irrelevante la distinción entre el ius civile, el de los ciudadanos romanos, y el ius gentium o derecho de gentes), si bien la medida tuvo un motivo claramente fiscal más que de reconocimiento de derechos, o la construcción de las célebres termas aún visitables en la Ciudad eterna. 

La Damnatio memoriae también afectó a Cómodo, el hijo biológico (salvo que fuere cierto el rumor de que fue producto de un lío amoroso de su madre, Faustina, con un gladiador) de Marco Aurelio, a la vez que sucesor.

Genialmente interpretado, en lo cinematográfico, que no en lo histórico, por Joaquin Phoenix en Gladiator (2000), fue un emperador tremendamente popular entre la gente (no en el Senado) que reinó durante doce años en solitario (otros tres, anteriormente, lo hizo junto a su padre).

Según el senador Dion Casio, con Cómodo se pasó de un reinado de “oro y plata” (Marco Aurelio) a otro de “óxido y hierro” (el suyo).

De poco vale que con él (que ni mató a su padre (pues murió de cáncer, parece ser, en Viena), ni se conoce que fuere odiado por él) hubiere menos guerras (Marco Aurelio fue un emperador tremendamente activo en lo militar, véanse las guerras contra los marcomanos), ni que fuera un líder especialmente querido por la plebe (no por el Senado), dado que brindó sendos juegos (en los que, sí, él llegó a participar).

Tal y como las películas y series americanas se encargan de tergiversar, es decir, contrariamente a lo que en éstas se predica, los juegos romanos tuvieron más de circo (en el sentido actual) y de wrestling o pressing catch que de gratuita carnicería (ejecuciones al margen).

Cómodo fue un eficaz cazador y participó en varias comparsas de lucha (siendo extraño que su propia vida peligrara); todo en pro del divertimento popular y de la propia fama de su efigie (que acostumbraba a adornar con una piel de león, cual Hércules con la del león de Nemea). 

Apoteosis (como Trajano o Marco Aurelio) o Damnatio memoriae (como los expresados emperadores o Nerón, quien tocara la lira, quizá, tan bien como Peter Ustinov en Quo Vadis (1951), pero que, pese a no ser un emperador impopular, la tomó con los cristianos) la escasa neutralidad de las crónicas condiciona el juicio presente que tenemos de los emperadores precedentes.

Quizá, como magistralmente nos enseña Ignacio Pajón Leyra en su El emperador filósofo. Marco Aurelio y su legado cultural (Fórcola Ediciones, 2024), debamos ver a los pepla (el plural de péplum o “películas de romanos”) desde el punto de vista estadounidense y no romano, invocando la falta humana de objetividad, y las circunstancias del momento.

El “sueño que una vez fue Roma” del que habla, con unas u otras palabras, Alec Guinness en La caída del Imperio romano de Anthony Mann (1964, grabada en España) o Richard Harris en Gladiator (destacar la faceta del propio actor como cantante) no es la República romana, sino la República de los Estados Unidos y la decadencia y caída del Imperio una reflexión sobre la propia decadencia del sueño americano. 

Con un conocimiento pleno del simbolismo romano (pues, recuérdese, parece ser que cada hombre pensamos alguna vez al día en el Imperio, o eso dicen), nos encontramos con un nuevo César que parece querer seguir el ceremonial del popular (y populista) Julio César buscando su apoteosis en vida frente al corrupto y rancio establishment institucional.

Los roles, saludo romano al margen (¿o, incluido?), no parecen ser baladíes, y no es extraño que, aunque la historia no se repita exactamente jamás, donde antes acompañaron a César: Pompeyo (el gran general) y Craso (el multimillonario inmobiliario), ahora acompañen a Trump: Musk o Bezos.

Realmente, ahora también es cuestión de establecer un nuevo orden y de afrontar nuevas conquistas (más allá del caso de Groenlandia).

Es la hora de afrontar el exceso de regulación, dicen, y liquidar las figuras garantistas (que abandera la Unión Europea, véase la Sentencia del Tribunal de Justicia de la UE C-131/12, de 13 de mayo de 2014, asunto Google vs. Mario Costeja, por ejemplo).

No es Partia hoy, sino Europa, no son los marcomanos, sino China.

Las nuevas fronteras no son los bosques de la Germania sino la infinidad de la desregularización en el ámbito digital, y en última instancia, la conquista de lo digital, de lo transhumano, habiéndose quedado ya, incluso, pequeño, lo material.

El tiempo dirá si hay apoteosis o Damnatio memoriae con el presidente Trump, el tiempo dirá si lleva el más conveniente e innovador traje, o como contara, Andersen, el emperador va desnudo.