Ningún derecho fundamental es absoluto. Todos pueden limitarse en determinadas circunstancias, siempre y cuando esta limitación se realice mediante ley y, además, respete el contenido esencial del derecho.
Un concepto, este último que, según el Tribunal Constitucional, debe entenderse como aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho en cuestión sea reconocible como tal y sin las cuales se convertiría en impracticable.
Imagínense que la Constitución les reconociera un derecho cualquiera. Y que luego, el Poder Legislativo aprobase una o varias leyes que lo restringieran tanto que su ejercicio deviniese prácticamente imposible.
O que tipificasen como infracciones, merecedoras de sanciones administrativas, manifestaciones amparadas por el ámbito material del citado derecho, convirtiendo de esta forma lo constitucional en ilícito.
¿Tendrían ustedes un derecho? Sobre el papel, sin duda. ¿En la realidad? Permítanme que lo dude. Esto es precisamente lo que ha ocurrido en alguna ocasión y, muy a mi pesar, sigue sucediendo, con el proceder de multitud de organismos, oficinas u observatorios de aparente utilidad, creados en el seno de la Administración pública con el peligroso objetivo de suplir y, en ocasiones, incluso contradecir la decisión de los jueces y tribunales en materia de protección de derechos fundamentales.
Ejemplo paradigmático de esta indeseable situación ha sido y es la llamada Oficina de Igualdad de Trato y No-discriminación, dependiente del Departamento de Igualdad y
Feminismo de la Generalitat de Cataluña.
Una entidad que, según puede leerse en su página web, “trabaja para garantizar el derecho a la igualdad de trato y la no discriminación en Cataluña, mediante el diseño, elaboración, ejecución y evaluación de políticas públicas para transversalizar la igualdad de trato y la no discriminación”.
Definición que, dejando a un lado la problemática literaria de repetir hasta en dos ocasiones en un mismo párrafo de tres líneas el mismo título de la oficina que se pretende describir, omite otra de las funciones de quienes allí trabajan.
La llevada a cabo por su Área de Denuncias y Atención a las Víctimas y concretada en los artículos 42 a 52 de la Ley catalana 19/2020, de 30 de diciembre, de igualdad de trato y no discriminación (de nuevo).
Es decir, el castigo de quienes, pese a no haber cometido delito alguno, según los tribunales de justicia, han de ser sancionados administrativamente por “expresiones que incitan al odio”.
¿Y cuáles son estas expresiones? Hay diversas. A las sanciones impuestas recientemente, me remito.
Eso sí, la inmensa mayoría de ellas, como he dicho, son irrelevantes penalmente y, además, lo que resulta más paradójico, críticas con las verdades oficiales, con los dogmas laicos, que nos pretenden imponer quienes ostentan el poder.
Aquellos que, enarbolando las banderas del progresismo, promulgan leyes y adoptan comportamientos que recuerdan demasiado al proceder de quienes, siempre que pueden, cuando la “coyuntura política” lo exige, desentierran para volver a enterrar.
Porque si los tribunales han hablado, si un juzgado de instrucción ha decidido archivar una denuncia por considerar que la expresión allí descrita no constituye delito de odio, ¿cómo es posible que un área de una oficina de un departamento de la Generalitat imponga una sanción por los mismos hechos ya descartados como “generadores de odio” por la justicia?
Se trata de una clara restricción del derecho fundamental a la libertad de expresión, que ya está limitado por el Código Penal, cuando una conducta sea constitutiva de un delito de odio o de injurias, y por la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, que permite a quien se considere lesionado en su dignidad acudir a la vía civil.
Por lo que es totalmente innecesario y, a la vez, peligroso, que, junto a estas dos vías judiciales, exista otra no judicial, sino administrativa, para “enjuiciar” unos mismos hechos.
Los derechos fundamentales son la base, los cimientos de un Estado democrático, como se supone que es el nuestro. Y, por tanto, deben garantizarse en toda su extensión, siendo su limitación la excepción.
Por ello, en primer lugar, el Poder Legislativo debería reducir considerablemente su ímpetu legislativo cuando se trata de aprobar leyes limitadoras de dichos derechos y, en segundo lugar, el Poder Ejecutivo, que hoy se confunde demasiado con la Administración, habría de recordar que toda norma que pretenda imponer trabas a su ejercicio debería ser interpretada de la forma más restrictiva posible. Solo así podremos decir alto y claro que España, más allá de lo que consigne el papel, es democrática.