Siempre he pensado que la noche de fin de año es de un nivel de absurdidad extremo, especialmente cuando llega el momento de zamparse las 12 uvas y besar a todo el mundo diciendo “¡Feliz año!, ¡feliz año!”, como si algo hubiera cambiado en nuestras vidas.
Sin embargo, tengo que admitir que es una noche alegre, una forma de despedirse de la nostalgia navideña y empezar a pensar en positivo: “Este año será el mío, venga, ¡brindemos por ello!”, aunque luego resulte que te va a ir peor que nunca en el trabajo, romperás con la pareja o llegará una pandemia.
“¿Te has marcado algún propósito o algún pronóstico para 2025?”, me preguntó un amigo la noche antes de fin de año. Le dije que no, que soy incapaz de proyectarme en el futuro inmediato, porque cuando me imagino un escenario deseable —un trabajo estable, enamorarme, ser menos impulsiva— el poder aplastante de la realidad me dice que no es factible.
“Prefiero que me sorprenda la vida”, le respondí. En cambio, para él se me ocurrieron tres propósitos muy concretos: que dejase de llevar pantalones de chándal que le van cortos, que dejase de cortar por la mitad los espaguetis antes de hervirlos, que dejase de ser tan repelente.
“Que mis amigos me ayuden a identificar cuándo estoy siendo repelente”, añadió él, haciendo gala de su repelencia. No lo puede evitar. Mi amigo es un repelente encantador, siempre dispuesto a hacerte ver lo que él cree que has hecho mal, aunque sea haber dejado una mancha de tomate en el fregadero o un fideo enganchado en el plato antes de ponerlo en el lavavajillas, permitir que los niños dejen los rotuladores destapados o no sacarse los zapatos al entrar en una casa ajena.
Sin embargo, lo quiero igual, porque a la gente “se la quiere por sus defectos”, como me dijo una vez alguien que ya no recuerdo. Mi abuelo también me lo advertía: “Fíjate bien en los defectos de tu pareja… porque los tendrá siempre”.
La verdad es que siempre me he sentido atraída por los repelentes y los sabelotodo, quizás porque su conducta aleccionadora me hace sentir como una niña, y eso me rejuvenece. Además, si te ríes de ellos, suelen reaccionar bien. Lo que no debe hacerse, bajo ninguna circunstancia, es tomárselos en serio o sentirse ofendido por sus impertinencias.
Mi amigo repelente no hizo nada especial por fin de año. Cenó temprano en casa con sus hijos pequeños, buscó en internet una grabación de las 12 campanadas y se las tomaron antes de medianoche.
Me dio envidia. En lo más profundo de mi ser yo quería ser como él, pasar de la presión de tener que hacer algo y quedarme en casa mirando una peli. Pero no pude. Un poco a la desesperada, me acoplé al plan de un amigo y acabé cenando con diez adultos desconocidos, 14 niños y cuatro perros a más de 50 kilómetros de casa. No estuvo mal.