Hace unos días, los medios de comunicación y las redes sociales se hicieron eco del documento que la Unión de Comunidades Islámicas de España (UCIDE) remitió al Gobierno. Un escrito en el que los representantes de dicha organización solicitaban formalmente al Ejecutivo la implementación de cuatro medidas principales en el sistema educativo público.

En concreto, el aumento del número de profesores de religión musulmana en los colegios españoles, la posibilidad de que los alumnos que profesen esta religión puedan acceder a menús halal en estos centros, el respeto por parte de las autoridades educativas del período de Ramadán y, por último, que las niñas, menores de edad, puedan asistir a clase con hiyab.

La noticia corrió como la pólvora. Y durante días, políticos y tertulianos de uno y otro bando salieron a la palestra para apoyar o criticar el contenido de la petición, así como a algunos de sus promotores. Opiniones, muchas de ellas, que contribuyeron a generar debate, siempre saludable, pero que, tal vez, quedaron en la simple noticia, sin profundizar en el núcleo de la cuestión.

Y este, desde mi punto de vista, no es otro que la ya clásica contraposición entre dos modelos de sociedad. La multicultural, caracterizada, según la definición del Diccionario de la Real Academia, por la convivencia de diversas culturas, sin que ninguna de ellas, en el espacio público, que es lo que importa, prime sobre las demás, y la regida por una cultura dominante, sin perjuicio de la existencia de otras a las que, por supuesto, se respeta.

En Alemania, por ejemplo, la multiculturalidad, a través del eslogan multikulti, fue una noción introducida por los Verdes a finales de los años ochenta del siglo pasado para señalar que las distintas comunidades culturales, religiosas, lingüísticas o étnicas podían convivir en armonía y que, además, la diversidad enriquecía a todos.

Un concepto que se levantó en contraposición al principio de la Leitkultur, que podríamos traducir como “cultura líder” o “cultura común” y que, si bien fue introducido como tal por el sociólogo sirio, nacionalizado alemán, Bassam Tibi, a finales de la década de los noventa, ya venía formando parte del acervo ideológico de los democristianos alemanes desde hacía mucho más tiempo, pues una de las premisas sobre las cuales se estructuraban muchos de sus discursos era que el país, Alemania, debía conservar por encima de todo una cultura autóctona y cristiana

Durante la primera década de los 2000, la multiculturalidad tuvo su gran apogeo. Pero, a principios de la segunda, hace apenas diez años, cuando Alemania experimentó un crecimiento notable de población extranjera, fundamentalmente de cultura y religión musulmana, la canciller Angela Merkel dijo públicamente que el modelo de una sociedad multicultural en Alemania había fracasado por completo y que los inmigrantes que deseasen vivir en el país debían, en primer lugar, aprender alemán y, en segundo lugar, mostrar disposición de adaptarse a la sociedad alemana y a sus costumbres.

Una opinión que ha ido extendiéndose en buena parte de los países pertenecientes a la Unión Europea, sobre todo, con relación a la población musulmana, cada vez más numerosa en países como Francia, Alemania o la propia España y, dentro de esta, fundamentalmente en Cataluña.

Y es que es innegable que nuestra civilización europea, basada en el cristianismo, es muy distinta de aquella existente en la inmensa mayoría de los países árabes, donde, por ejemplo, no conciben como derechos muchos de los que aquí son prácticamente indiscutibles, como la igualdad entre la mujer y el hombre o la homosexualidad, castigada no solo por el islam, sino también por los códigos penales de muchos países de mayoría musulmana que no se rigen por la ley islámica. Sin ir más lejos, por Marruecos, que castiga los actos homosexuales con penas de tres meses a tres años de cárcel; o por Túnez, que los sanciona con penas de hasta tres años de prisión.

Por estas razones, se argumenta por algunos que aquellos que deseen asentarse en Europa, habrán de respetar nuestra cultura y modus vivendi y, les guste o no, adaptarse a nuestras costumbres. Sin que, por supuesto, ello signifique desproteger o discriminar a las minorías. Eso sí, respetar a las minorías no significa asumir como propios sus postulados.

Resulta, cuando menos, reprobable que determinados políticos feliciten el Ramadán y no la Navidad, sobre todo cuando esos políticos, después, reclaman el laicismo de la sociedad. Como también que en las fiestas de determinados municipios se prohíba la carne de cerdo por respeto a los musulmanes.

En resumen, una nación que renuncia a su cultura, aunque sea parcialmente, será una nación desgarrada, herida de muerte, como empieza a ser la nuestra que, cada día que pasa, golpea con fuerza los cimientos sobre los que hemos construido la sociedad, que no son otros, por mucho que les pese a algunos, que el humanismo cristiano.