La vivienda es un problema. Nadie lo niega. El precio por metro cuadrado sube cada día más y la inmensa mayoría de los jóvenes, con sus exiguos sueldos, no pueden permitirse pagar un alquiler. Y mucho menos comprar un piso.

Ahora bien, en contra de lo que se ha dicho hasta la saciedad estas últimas semanas, el origen de esta situación no se encuentra exclusivamente en el auge de los pisos turísticos, sino que se trata de una realidad mucho más compleja que pasa, en primer lugar, por examinar el porqué del incremento de inmuebles destinados a tal finalidad.

Como es bien sabido, ser arrendador en nuestro país se ha convertido en un deporte de riesgo, sobre todo, a raíz de la aprobación de la Ley 12/2023, de 24 de mayo, por el derecho a la vivienda, la cual, con la excusa de la protección de las personas vulnerables, un fin necesario y loable, introdujo todavía más límites a los que ya existían, que eran muchos, para ejercicio de la acción de desalojo por falta de pago por el propietario.

En otras palabras, si el propietario de un inmueble, particular, ni siquiera gran tenedor, se encuentra desprotegido por la legislación ante los incumplimientos de su arrendatario, si se ve en la obligación de asumir el pago de la luz, del agua y del gas de la vivienda aunque dicho arrendatario no abone la renta debida y si, además, el desalojo se dilata en el tiempo durante meses o incluso años, es perfectamente comprensible que, una vez haya conseguido expulsar al “okupa”, decida no volver a poner su vivienda en alquiler. Y si su situación se difunde en los medios de comunicación, como ha ocurrido en no pocas ocasiones, otros propietarios, por miedo a ser los siguientes, también dejarán de hacerlo.

La consecuencia es fácilmente deducible. Habrá menos pisos en alquiler. Primero, porque muchos propietarios preferirán tener sus viviendas vacías antes que arriesgarse a ser víctimas de una legislación que no les protege. Y segundo, porque otros muchos optarán por el alquiler turístico, sometido, por la Ley de Arrendamientos Urbanos, a unas reglas distintas que el arrendamiento de la vivienda y, por tanto, más seguro para ellos.

No se les puede culpar. Y reitero. No hablo sólo de grandes tenedores, sino de propietarios de una o dos viviendas que han adquirido con esfuerzo a lo largo de los años y que, por supuesto, faltaría más, tienen derecho a obtener un beneficio de su alquiler.

Porque, aunque se quiera hacer ver lo contrario por determinados políticos, representantes del populismo, que suelen exigir a los demás la pureza de la que ellos carecen, nadie, absolutamente nadie, ya sea particular o empresa privada, está obligado a sostener sobre sus hombros el peso del denominado “Estado social”.

Bastante hacemos ya todos con nuestros impuestos que, en no pocos casos, llegan a ser confiscatorios, para que ahora se nos exija, como ocurría al otro lado del telón de acero, que pongamos todos nuestros bienes al servicio del Estado. Más aún cuando quienes se encuentran al timón, incumpliendo sus obligaciones, no construyen vivienda social o lo hacen de forma defectuosa o insuficiente.

El artículo 47 de la Constitución reconoce el derecho de todos los españoles a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Pero aquellos que caldean los ánimos y alientan a la confrontación olvidan citar la segunda línea de este precepto, que dice claramente que “los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho”. Así como precisar que este artículo está situado en el Capítulo III del Título I de nuestra Norma Suprema, que engloba los llamados “principios rectores de la política social y económica”, los cuales no son otra cosa que directrices dirigidas a los poderes públicos, no a los ciudadanos.

En resumen, quienes deben, por principio y nómina, solucionar el problema de la vivienda son los políticos. Y la única solución pasa por construir vivienda social. En concreto, unas 500.000 viviendas, según lo apuntado en octubre por el Banco de España.

Lo demás, la legislación que protege sobremanera al arrendatario e incluso al “okupa” y el excesivo intervencionismo del Estado en el mercado inmobiliario no sólo son parches, sino que llevarán (y de hecho ya está sucediendo) a un progresivo aumento del precio de los alquileres. La prueba está en que, en Barcelona, se sitúa en un 138% por encima del promedio estatal y ya es un 23% más caro que en Madrid.

Y yo me pregunto, ¿cuál es la comunidad autónoma que, sin dudarlo, ha dicho sí a la limitación del precio del alquiler?