Cuando en Cataluña estábamos más divididos y enfrentados que nunca, surgió una clasificación, simplista, del territorio. 10 comarcas de Barcelona y Tarragona, que suman unos 6 millones de habitantes, el 80% de todos los catalanes, donde consistentemente los partidos independentistas nunca han logrado mayoría, constituían Tabarnia y el resto, era Tractoria.
Más allá de la provocación y la broma, se autoproclamó presidente de Tabarnia Albert Boadella, esta falsa división territorial no deja de reflejar una realidad política, los habitantes de Barcelona y su área metropolitana nunca han comprado el discurso independentista como los del resto del territorio.
Este fenómeno no es solo propio de Cataluña, Londres votó muy diferente a las poblaciones de la campiña inglesa en el Brexit, o el votante de Nueva York o el de San Francisco para nada compra el discurso de Trump.
Ciudades grandes y abiertas frente a poblaciones más pequeñas y con menos vocación de relacionarse con los demás marcan una clara diferencia sociopolítica. Por más que se empeñen los tertulianos habituales, los votantes de Trump merecen el mismo respeto que los de Biden, lo mismo que los de Puigdemont respecto a los de Illa.
Si cada persona es un voto, algo matizable en nuestro caso por nuestro imperfecto sistema electoral, respetemos siempre lo que dicen las urnas, digan lo que digan, nos guste o no. Y si no, propongamos algo mejor que la actual democracia, algo que ni el propio Winston Churchill supo encontrar a pesar de evidenciar las debilidades del voto popular ya que para él “la democracia era el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”.
Curiosamente, cuantos más medios de comunicación tenemos, cuando más rápido viajan las noticias, más diferencias hay entre los ciudadanos, haciendo de la polarización una constante en nuestra sociedad, no solo en España.
Gracias a esa polarización y a una creciente desafección del grueso de la sociedad con las élites políticas, cada vez aparecen más resultados “sorprendentes”. Orban, Meloni, Trump,… pero también Petro, Boric o Yamandú Orsi.
Cada vez son menos los gobernantes moderados y, por el contrario, nos gobiernan políticos muy conectados emocionalmente con sus votantes. No deja de ser curioso que políticos ultranacionalistas como Le Pen y Abascal conectan entre ellos mejor que otros supuestamente más transversales.
La alianza Patriotas parece cada vez más fuerte que la decadente internacional socialista, alejada de sus raíces históricas, lo cual no deja de ser una paradoja pues el internacionalismo político es un legado de los movimientos de izquierda donde las fronteras no importaban. También es verdad que el actual presidente de la Internacional Socialista se alía para preservar el poder con partidos ultranacionalistas, toda una flagrante contradicción.
Nuestro mundo está cada vez más lleno de contradicciones, esas no son patrimonio de los políticos españoles. Trump parece odiar a los inmigrantes, cuando dos de sus tres esposas son inmigrantes y cuatro de sus cinco hijos son hijos de inmigrantes. Su actual mano derecha, Elon Musk, también nació fuera de los Estados Unidos, en Sudáfrica.
Pero la mayor contradicción es que personas antiestado, como Trump o Milei, han llegado al poder con una motosierra, para cargarse el estado. Milei lo ha manifestado hasta la saciedad, pero Trump, con menos aspavientos, es igual. Para él, cuanto menos estado mejor y su comportamiento se parece, y mucho, a Milei, los dos son anarcocapitalistas.
Ha nombrado a Musk secretario para la eficiencia de la administración para que haga lo mismo que hizo en Twitter, echar a mucha gente y luego preguntar. Allí despidió a cerca del 80% de la plantilla, y la red social funciona igual. Ese es el camino que parece querer, despedir y si funciona, es que se ha despedido poco.
Se esperan despidos masivos de funcionarios, algo que en Estados Unidos es posible y legal. Trump está obsesionado con terminar con la guerra en Ucrania, no porque le importen mucho o poco los ucranianos sino para dejar de enviar dinero. Tipo simple, razonamientos simples.
La distancia entre los descendientes políticos de Obama y el votante ha sido sideral. Ni Hillary Clinton ni Kamala Harris han sido capaces de conectar con el grueso de los votantes por más que usasen a estrellas del pop o del cine.
Reconocer 32 tipos de sexo, prohibir el fracking o defender contra viento y marea el derecho al aborto en un país fundamentalmente religioso, han sido excesos de sofisticación que probablemente expliquen por qué más de 10 millones de votantes demócratas, que votaron a un ya senil Biden, han preferido quedarse en casa.
Si la comunidad hispanoamericana y las mujeres han votado más a Trump que en elecciones anteriores, es que el partido demócrata tiene un serio problema de credibilidad.
Vamos hacia una política extremadamente simple, como demuestra que el presunto cerco de corrupción que rodea al actual gobierno y su parálisis importan poco, lo importante es que no gobiernen los otros. Ya nadie juega al ajedrez, sólo a los chinos. El largo plazo es mañana, una semana, una eternidad.