Hace tiempo un amigo periodista americano que hace mil años que no veo, porque, a pesar de estar enamorado de Barcelona, consideró más inteligente aceptar una oferta de trabajo de la NBC en Nueva York que quedarse en nuestra bonita y precaria Ciudad Condal fumando porros en un piso compartido con cinco expats y ganándose la vida como freelance, me descubrió a un excelente humorista de su país, David Sedaris. Desde entonces, no me pierdo ninguno de sus artículos en The New Yorker. Me hacen reír a carcajada limpia.
En el más reciente, A Long Way Home, narra una escapada de verano junto a su pareja, Hugh (que siempre describe como un hombre guapísimo), a casa de unos amigos en una isla paradisíaca frente a la costa de Maine.
Nada más llegar, la anfitriona les dijo que en su casa solo había una norma: “Nada de móviles, iPads o portátiles en la planta baja”. Así que, durante dos días y medio, el grupo de amigos, cuyas edades oscilaban entre los 45 y 65 años, no tuvieron más remedio que dejar los dispositivos en su habitación y obligarse a conversar. Ocurrió algo que no estaba previsto: la mayoría de conversaciones eran del tipo: “¿Alguien ha visto esa peli que se llama…mmm… sí, hombre, esa tan divertida dirigida por un director griego que hizo una peli sobre aquella… mmm... la que la protagonista salía en un programa de la tele británica..”
“Un móvil nos hubiera ayudado a cerrar conversaciones más rápido”, se ríe Sedaris. Lo cierto es que a mí empieza a ocurrirme lo mismo, y solo tengo 45 años. Quiero hablar con alguien de la última serie que he visto y no me acuerdo de cómo se llama, como tampoco me acordaba del nombre del amigo periodista americano que me recomendó a Sedaris, a pesar de que me tomé un café con él en un café del Rockefeller Center en noviembre de 2019…
Mi memoria empieza a fallar, sí, pero no pasa nada, porque a mano tengo siempre el móvil, dispuesto a darme ese título de serie que he olvidado gracias a Google, o buscar entre mis seguidores de Instagram el nombre del periodista que mi cerebro no quiere hacer el esfuerzo de recordar, aunque sabe que tarde o temprano lo hará (mi amigo se llama Andrew, por cierto, al final tuve que recurrir al perfil de otro amigo periodista, de quien sí me acordaba de su nombre, porque sabía que lo teníamos en la lista de seguidores en común).
El móvil está también ahí para distraerme en una cena aburrida, mientras mi hijo ve los dibujos animados en la tele o mientras paseo al perro por el bosque. Hay veces en que de pronto me visualizo a mí misma desde fuera, como si tuviera un tercer ojo, corriendo a consultar el móvil en el bolsillo de mi abrigo, nada más terminar la clase de yoga, u ojeando Instagram en medio de la montaña, y pienso que me he vuelto idiota.
Especialmente, cuando Instagram me sugiere ver anuncios y vídeos de gente y artículos que no me interesan en absoluto, y pincho igualmente sobre ellos. En este preciso instante, por ejemplo, me aparece en Instagram el anuncio de una marca de juguetes educacionales, otro de llaveros personalizados y un actor americano que hace vídeos mofándose de lo duro que es la paternidad.
Al menos el algoritmo no me propone un vídeo sobre un dragón Komodo comiéndose a una cabra bebé, como a David Sedaris. “No sé de qué manera Instagram ha acabado etiquetándome como persona que quiere ver este tipo de contenido, pero estaba en lo cierto”, se ríe en su artículo.
Tengo que decir que Sedaris no hace tanta gracia traducido al español o al catalán. Creo que el sentido del humor es muy difícil de traducir (la serie The Office, versión americana, tampoco me hacía gracia doblada ), pero es solo una opinión. Tendría que ver Ocho Apellidos Vascos en inglés para contrastar.
Estas Navidades voy a intentar desengancharme del móvil. Quiero estar más presente, no depender de una red social para entretenerme y huir de la falsa sensación de aburrimiento. Si tengo que tragarme media hora de vídeos de peleas de dinosaurios con mi hijo en Youtube, lo haré.
Si tengo que esperar en la cola de recogida del cole dando conversación a otras madres o espiando lo que escriben en sus mensajes de WhatsApp, lo haré. Si tengo que esperar una hora en la peluquería hasta que cuaje el baño de color leyendo un libro o mirándome al espejo, lo haré. Los emails, los WhatsApp, los ‘me gusta’ en Instagram: seguro que pueden esperar.