Esta semana mi hijo de cuatro años me ha roto un poco el corazón. No es porque cada dos por tres me pregunte si, cuando vaya a primero, seré ya una abuelita, o si 45 años son muchos, sino porque el miércoles por la noche, después de leerle el mismo cuento de cada noche (Gegantosaure, Ediciones del Pirata, 2022) se puso a saltar y hacer tonterías y yo, claro, viendo que eran casi las diez de la noche y mis posibilidades de leer o ver un poco la tele caían en picado, le solté un grito.

“O cierras los ojos y te estás quieto de una vez, o te dejo solo encerrado en el cuarto”. Mi hijo, claro, no me hizo ni caso. Siguió con el jajá jujú, así que le dije que yo me iba, que si quería, llamaba a otra persona que estaba en casa para que lo acostara, y me dijo que sí, retador.

“Que venga ella, porque tú me has gritado”. Acaté sus deseos y me fui, un poco triste, al salón, a ver la tele. Unas horas más tarde, ya de madrugada, mi hijo se levantó, como de costumbre, pero en lugar de venir a mi cama, prefirió irse a la cama de mis padres, lo que todavía me rompió más el corazón.

Me hizo sentir como una bruja pirula, una mala madre, fría, incomprensiva, gruñona. ¡A mí, que soy como el flautista de Hamelin de las madres del cole, la que siempre tiene ganas de jugar y tiene a los niños enganchados como lapas a sus piernas mientras los otros padres toman tranquilamente el aperitivo!   

Mi tristeza fue desapareciendo al ver que por la mañana, a pesar de haber preferido dormir en otra cama, mi hijo no me guardaba ningún rencor. Desayunamos juntos y recordamos la obra de teatro del flautista de Hamelín que vimos hace un par de semanas en el teatro Lluïsos de Gràcia.

Era una puesta en escena muy original, con un flautista que en lugar de llevar una flauta iba armado con un soplador de aire muy potente, con el que conseguía llevarse las ratas de una forma mucho más rápida y eficaz.

Pero lo que más me gustó fue ver que las ratas eran en realidad adultos del pueblo de Hamelín que se habían portado mal: corruptos, estafadores, abusadores de poder, ladrones, gente que no quería pagar ni cumplir con sus obligaciones.

Una plaga de adultos malos. No me extraña que el flautista se llevara a los niños del pueblo cuando el alcalde dijo que no pensaba pagarle la recompensa pactada. Un cuento fabuloso, como todos los de los Hermanos Grimm. 

Ahora los cuentos infantiles son mucho más ñoños, no dan miedo, nadie es malo de verdad, cuando la realidad es que el mal existe y está por todas partes. El último cuento que leímos con mi hijo antes de entrar en bucle con Gigantosaure fue La cerillera, de Hans Christian Andersen. 

“Es un cuento triste, pero tan bonito”, me recordó Fina, la amiga que se lo regaló. La Cerillera, para los que no se acuerden, narra la historia de una niña pobre que se ve obligada a salir a la calle a vender cerillas en la noche de Navidad. Anda con los pies desnudos, morados del frío, esperando que alguien le compre alguna cerilla para poder comer algo caliente. Pero nadie le compra nada, ni siquiera la ven. 

Agotada y muerta de hambre, la niña opta por sentarse en una esquina a descansar, y va calentando las manos con las cerillas encendidas. En el resplandor de cada llama, la niña puede ver todas las cosas bonitas que no tiene: un salón calentito, un banquete, un árbol de Navidad… La última visión es la de su abuelita (muerta) que la invita a irse con ella. Ignorada por la humanidad, la niña había muerto de frío.