No se me va de la cabeza la noticia, publicada por Metrópoli hace unos días, según la cual una pareja de homosexuales andaba tranquilamente cerca de la Sagrada Familia de Barcelona, cuando un sujeto se les acercó, les increpó y les escupió.
Quiso la suerte que por allí pasara una patrulla de la Guardia Urbana que detuvo al agresor. Al que deseamos cordialmente que le caiga un buen castigo, pues su actitud incívica denota un primitivismo y agresividad que seguramente sólo pueden inhibirse a fuerza de una represión rigurosa de sus instintos por civilizar.
Por su bien, para que aprenda a comportarse y respetar al prójimo, lo mejor sería que el juez –se interpuso denuncia– le mantenga a la sombra durante una larga temporada.
En las cárceles suele haber bibliotecas, donde, leyendo unas cuantas novelas, el sujeto podrá quizá hacerse una idea más generosa y tolerante sobre la naturaleza humana y sus distintos gustos, en el orden sexual o en cualquier otro.
No mató a nadie, no sucedió en la Sagrada Familia como lo del joven Diego Montaña y su jauría que, ciegos de whisky, quizá de drogas, y sobre todo de confuso rencor social, a la salida de una discoteca de La Coruña en una noche de julio del año 2021 mataron a puñetazos y patadas a un inocente chico, justificándose luego Montaña ante su novia con el argumento de que “es que no soporto a los maricones”.
Pero hay en ambos casos no sólo un problema de intolerancia sexual, sino, como es evidente, también una carencia educativa en el respeto al prójimo, una falta de refinamiento y de sutileza que apuntan a un clamoroso fallo en la formación recibida.
Todo el mundo, sin excepción, debería tener muy asimilado que no hay que empujar a la gente por más que te parezca antipática, no hay que ir por ahí insultando, mucho menos escupiendo, y no digamos ya dando golpes hasta matar. Es el a, b, c de la convivencia.
En los dos casos citados se trata de sendas agresiones a homosexuales, pero más allá de eso es cuestión de odio al diferente, que imagino que también podría haber sido un gordo, o un mendigo, o un negro, o un moro, o cualquier otra clase de persona que por su sola presencia, por su mera existencia o aspecto “diferente”, no regular, interpela a sustratos de la personalidad del agresor, pulsiones y sentimientos de agravio ante la vida, y de rabia y frustración, en cuyo control este evidentemente no ha sido debidamente educado en el entorno familiar ni escolar.
Sin descartar tampoco cierto factor de estupidez congénita o falta de una patata para el kilo.
Claro que ¿cómo vamos a pedirle moderación y respeto a unos jóvenes violentos y estúpidos, cuando el mismo Senado de España cede una sala de sus distinguidos locales para que en ella se celebre, a partir del próximo lunes, una “VI Cumbre Trasatlántica”, organizada por una llamada “Red Política de Valores”, para combatir la interrupción legal del embarazo (aborto), y en la que participan los parlamentarios guineanos George Peter Kaluma y Lucy Akello, que acusan a los homosexuales de adorar al diablo y en su país han votado para que a los reincidentes en lo que la iglesia llamaba “el vicio nefando” se les condene a la cadena perpetua?
Y todo bajo pretexto de fomentar el diálogo y el intercambio de opiniones, y con la venia del PP, que pilota la Cámara Alta.
En vez de hablar en el Senado, más sensato sería que Kaluma y Akello fuesen detenidos por la Interpol en cuanto pusieran el pie en el aeropuerto de Barajas. No sólo por dañinos, sino por tontos, conviene ponerlos fuera de la circulación.
En cuanto al PP, está visto que no tiene remedio. No es que esa gente se tire tiros en el pie, es que, como dicen los catalanes, “d’on no n’hi ha, no en raja”.
Con semejante oposición, Pedro Sánchez puede dormir tranquilo, va a seguir gobernando durante laaaargos años, salvo que un día se le ocurra conducir un coche y arrollar a 40 peatones en la Gran Vía. Y aún así, ya veríamos. Siempre podría decir que mejor él que los Kalumas.