Admiradísimos niños, estimadas niñas y presuntos niñes. Como ya deberían saber todos ustedes –permítanme, por un instante, que recurra a esta vieja forma (impersonal, pero no por completo) de cortesía que consiste en llamar de usted a las personas a las conocemos, pero no sabemos bien quiénes son (lo cierto es no hay nada más difícil en esta vida)– habitamos en un mundo que se encuentra amenazado por el cambio climático, donde el capitalismo financiero, ese señor que no tiene corazón, sino cartera, gobierna nuestras vidas; los políticos, especialmente los de izquierdas, no dejan de subirnos los impuestos –para luchar contra el imperialismo (por decirlo a la manera de Fidel Castro) justo antes de sumarse a él–, todos los empleos se han convertido en basura (eso sí: orgánica) y tener una vivienda en propiedad, ese antiguo anhelo burgués, resulta una misión imposible.
Ahora hablamos con máquinas en vez de hacerlo con personas. Preferimos ver las pantallas iluminadas de nuestros móviles en lugar de mirar al cielo. Las democracias mudan en autocracias y la lluvia ácida (léase Valencia) es capaz de convertir la tierra en un infinito lago de barro.
No todo es malo, por supuesto. A veces podemos hasta ser optimistas: los presidentes de nuestras respectivas aldeas, aunque uno a uno sean unos zotes, saben protegernos de todas estas calamidades gracias al infalible método de exaltar el patriotismo de pueblo: “De esta saldremos más fuertes”. Que ustedes lo vean. A uno, desde luego, ya no le va a dar tiempo.
Sin duda, vivimos en un mundo complejo (como se dice ahora) en el que ya no existen los problemas, sino las “problemáticas”. Donde los desahogados (de antier) se han convertido en los “hiperventilados” (de ahora). Y en el que ya no cabe ni el asombro porque las cosas que suceden nos dejan “ojipláticos”.
Nadie entiende absolutamente nada ni sabemos bien hacia dónde nos dirigimos como especie. Tampoco distinguimos la verdad de la mentira (eso, muchachos, muchachas y muchaches, es la posverdad). De lo único que podemos estar seguros es de que la tecnología nos convertirá en sus esclavos (voluntarios) y la inteligencia artificial nos suplantará. El algoritmo nos llevará pronto.
Y, sin embargo, ¡oh, maravilla! (esta expresión, queridos niños, niñas y niñes, es un vocativo), no dejamos de oír, leer y ver a muchísima gente que todos los días dice con un entusiasmo admirable y un convencimiento inenarrable, palmario y absoluto que ellos “lo tienen claro”. Así, como lo oyen. Sin más.
Te citas con alguien (creo que ustedes llaman a esto have a meeting) y, tras la charla, descubres que Menganito (disculpas por este imperdonable arcaísmo nominal, pero es que uno tiene ya una edad) “lo tiene claro”. Vas al supermercado a comprar manzanas o piñas y los precios (imposibles) de las cosas también “están demasiado claros”. Esto es: altos.
Lees un libro –en el mundo antiguo (anterior a Netflix) a veces sucedía– y la lectura te ayuda a que todo “lo veas muy claro”. Preguntas a un empresario cuál es el secreto de su negocio y él, cumpliendo con su código de Responsabilidad Social Corporativa (RSC), la Agenda 2030 y su protocolo interno de conducta ética, igualitaria y friendly, te lo explica para que tú también “lo tengas claro”.
Fracasas en política y, en vez de asumir tus errores y dimitir, crees (“con el corazón en la mano se lo digo”) que te ha “faltado un poco de pedagogía” y que, precisamente por eso, deberías hacer un esfuerzo (“empático”) para que toda la gente “lo tenga tan claro como tú”.
Debéis reparar, queridos niños, niñas y niñes, en que las cosas y las personas que están a nuestro alrededor ya no son nítidas, transparentes, meridianas o indudables (los argentinos usarían el término “obvio”). Todo eso era antes. Ahora todos son gente que “lo tiene claro”.
La realidad se ha convertido en un magma confuso, el mundo muestra una extraordinaria complejidad (“esto no es fácil”, dicen los cubanos) y los grandes relatos han sido derribados por los filósofos de la posmodernidad, pero de un tiempo a esta parte todo el mundo anuncia lo mismo: que “lo tiene claro”.
¿Qué cosa exactamente tienen clara? ¡Ah, eso, no se sabe nunca! Tampoco es que importe si puedes decir con carácter, ímpetu, decisión y gallardía: “Yo lo tengo muy claro”. No es necesario precisar a qué diablos te refieres o sobre qué demonios estás hablando. Lo trascendente, lo sustantivo, lo verdaderamente importante “es sentir que lo tienes claro”.
Saber que “lo tienes claro” da muchísima paz. “Tenerlo claro” es el nuevo zen. Hay que pensar (aunque sean otros quienes piensen por ti) que “ tú lo tienes claro”. Este es el secreto para llegar a algo en la vida. En esto consiste el liderazgo. El mentoring, la seguridad, el dominio de tus actos, pensamientos y decisiones exige “tenerlo clarísimo”.
Hay que estar siempre en modo “tenerlo claro” igual que estamos conectados a internet, online o disponibles en el estado del Whatsapp. Tus hijos –si es que aún te conocen– no tienen ningún problema para estar en plan “lo tengo claro”. Ellos son nativos digitales. No es tu caso, desde luego. Tú ya vas siendo mayor. Tienes que adaptarte si pretendes sobrevivir y ser su amigo.
“Tenerlo claro” es una obsesión social. La fe de nuestra era. Algo justo, necesario e ineludible, igual que saber inglés. “Tenerlo claro” es un must. No es lo mismo comprender, entender, aprehender el mundo o enterarse de algo que “tenerlo claro”.
Ni la educación, ni la capacidad de entender lo que se lee, ni la riqueza léxica (usar palabras de un campo semántico común que parecen sinónimas aunque no lo sean, pues no hay dos términos que signifiquen exactamente lo mismo) sirven de nada en esta vida.
Lo único que importa en todo momento, en cualquier circunstancia, frente a cualquier adversidad es “tenerlo claro y, si puede ser, claro está, tenerlo clarísimo”. Las cosas están claras si claras te parecen que son. Es más importante tener los ojos claros, el juicio claro y una razón clarividente que un buen bachillerato (de pago), una familia generosa o una herencia majestuosa.
No diremos, por supuesto, que todas estas otras cosas no sean “inspiradoras” (como también se dice ahora; antes eran simplemente importantes). En absoluto. Lo son. Pero no cabe duda de que no heredarás la empresa que fundaron tus abuelos y tus padres mejoraron si “no lo tienes claro”. Que no tendrás oficio (ni beneficio) “si no tienes claro” para quién trabajas. Y que no conocerás a nadie interesante a menos que “tengas claro” lo que buscas en esa persona.
Podríamos proclamar, de hecho, igual que Verlaine (un poeta remoto, más conocido por ser uno de los pioneros del colectivo LGTBIQ+): “La clarté avant toute chose”.
Debemos evitar caer en las abstracciones y fijar bien la esencia, la idea, el concepto mismo de la claridad. Manifestar una duda hoy es inadmisible. Nadie quiere oír dudas. Ni las propias ni las ajenas. La gente lo que quiere es “tenerlo todo claro”. ¿Qué exactamente? Resolver este interrogante es una tarea compleja. Requiere esfuerzo y una inteligencia descomunal.
Porque “claro”, queridos niños, niñas y niñes, es una palabra que procede del latín, una lengua absolutamente muerta (y los muertos, ya sabéis, no sirven para nada) y que en el diccionario (en línea) presenta una elevadísima usabilidad (antes se decía acepciones).
Por ejemplo, es un adjetivo que significa “bañado de luz”. La segunda opción se refiere a una cosa que “se distingue bien”. Otro registro expresa limpieza, pureza, desembarazo, transparencia, tersura (si se os hace difícil esta palabra podéis buscar la traducción automática en Google: significa suavidad), algo poco espeso (al contrario que el chocolate), no trabado o ensanchado.
Claro es un color de poca intensidad, un sonido puro, una explicación sencilla de entender, una operación aritmética simple (la suma o la resta), una verdad evidente (a pesar de la insistente complejidad del mundo), un tejido liso, una idea que se formula sin esfuerzo, una persona sincera (durante la dictadura también se decía “franco”, pero esta es una palabra que se considera facha).
Un cielo sin nubes puede ser claro; una noche despejada, también. Un claro es el hueco de una casa por donde entra la luz, alguien perspicaz o agudo, una persona ilustre, insigne o famosa, un espacio sin árboles dentro de un bosque, la distancia que hay entre una palabra y otra dentro de una misma frase, un intervalo de silencio o el intermedio de un programa de televisión o radio (vídeo y podcast, se llaman ahora). La clara, además de la yema, es lo que tiene dentro un huevo. ¿No es colosal?
Claro puede asimismo ser un paño transparente, un hermoso amanecer, un vuelo sin turbulencia, un crepúsculo. Hasta una clara es una cerveza con gaseosa (vade retro, Satanás). Y, sobre todo, “tenerlo claro” es una frase coloquial, vulgar, la locución verbal que proclama que uno está muy seguro de sus propias opiniones, que no alberga dudas.
Que es, en definitiva, igual que el Papa: infalible. Un creyente. La señal definitiva de que te has convertido en un fanático o en un perfecto imbécil. Toda la decadencia intelectual de Occidente durante los últimos siglos está condensada en esta expresión. Hemos pasado del “luz, más luz” de Goethe a “tenerlo todo muy claro”. ¿Lo habéis entendido bien, queridos niños, niñas y niñes? ¿Lo tenéis claro?