Uno de los sueños húmedos más recurrentes para un nacionalista centrífugo es ser testigo de la desmembración del Estado español, en fecha y hora. Unos cuantos de centenares de miles lo intentaron con la performance del 1 de octubre. Admirable fue y es su tesón, aunque ahora estén descansando. En el otro extremo -aunque se toquen- está la sufrida pesadilla que experimentan los nacionalistas centrípetos, a saber: presenciar la ruptura de España como estado-nación. El mayor (des)consuelo para unos y otros es que, cuando despiertan, la Constitución todavía sigue ahí. 

Y mientras los nacionalistas, sus circunstanciales socios y la oposición se alteran, ofuscan e insultan con sus miedosas e imaginarias identidades de por medio, la España cotidiana se rompe. Ya advirtieron de esa inminente ruptura -y desde opciones ideológicas distintas- el original y antinacionalista Ciudadanos, primero, y el germen social comunista de Podemos, después. Pero, visto donde están cada uno, sus avisos cayeron en saco roto. 

Ahora España crece económicamente a un ritmo magnífico, solamente superada por Malta y Croacia. El salario mínimo se ha multiplicado aún más. Las empresas energéticas casi duplican beneficios de un año para otro, los bancos le van a la zaga. Un cohete, dice Sánchez. España va bien, dice Montero imitando a Aznar.

Pese a tanto optimismo, el paro estructural se mantiene y la pobreza sigue aumentando a compás de la inmigración. Y los jóvenes, nacidos en el nuevo siglo y sin un pan bajo el brazo, se incorporan al mercado laboral con el salario mínimo como deseo y con la vivienda como un sueño eterno. Socialmente, la España cosida a duras penas en el último tercio del pasado siglo se está rompiendo. Desde 2010 nadie es capaz de poner freno a este proceso.

Por si fuera poco, en el último sexenio y bajo los Gobiernos de Sánchez, las infraestructuras se han deteriorado a un ritmo constante. El caos ferroviario ha pasado de los cercanías a la alta velocidad y es únicamente la punta de una crisis que profundiza aún más las diferencias entre ricos, pobres y pobrecillos. El imparable deterioro de la sanidad pública refuerza aún más esas abismales distancias.

Las seculares costuras territoriales de esa España que tanto costó construir son también cada vez más débiles. La macrocefalia urbana y el turismo se han desbordado hasta límites insoportables, hiriendo la convivencia entre vecinos. Los pueblos se quedan sin servicios básicos ni a una hora de distancia. El centro de las grandes ciudades y buena parte del mundo rural son otros extremos de la España que se rompe.

Ajenos a la gravedad de esta deriva, nuestros políticos se acusan de corruptos, se enfangan con cupos y singularidades fiscales, elucubran sobre la plurinacionalidad y demás entelequias absurdas. Y no tienen más inteligencia que subcontratar a la justicia, como bien ha dicho el ministro Puente. Querellas van y vienen o consejos vendo, que para mí no tengo. Pero menos mal que siempre hay alguien que sabe coser con agujas a tiempo, sea cirujano o técnico ferroviario, si no España estaría más que rota hace mucho tiempo.