Hace unos días escribí una reflexión sobre las citas previas, y a su vez se ha abierto el debate sobre la reforma de la Administración pública.
Permítanme introducir ya un matiz: hablemos de mejoras. La palabra “reformar” me suena pretenciosa. ¿Por qué hago esta afirmación?, tal vez por un exceso de pragmatismo, es posible. Pero vayamos por partes. Vivimos en sociedades (acotémosla a la europea) donde la exigencia social y las libertades individuales van de la mano, y donde el ciudadano pide mejores servicios, permanentemente.
El mundo local es una buena escuela y un buen laboratorio de prácticas de mejora, ya que debe atender a la ciudadanía y por consiguiente resolver sus problemas cotidianos, aunque no siempre disponga de los recursos suficientes para abordarlos.
Según el Boletín Estadístico de Personal al servicio de las Administraciones Públicas, en España tenemos cerca de dos millones y medio de personas trabajando en este sector –la mayoría, en las Comunidades Autónomas–, en especial en las áreas de sanidad y educación. A esta cifra hay que añadir los efectivos y agentes de los diferentes cuerpos de la seguridad, que suman cerca de 370.000 personas.
Para algunos es mucha gente; para otros, escasa. Todo debate debe estar en comparación de qué y para qué. En el conjunto de la Unión Europea, tendríamos una ratio que oscilaría entre el 15% y el 17% de la población activa, por debajo de la media de países con un Estado del bienestar más consolidado y con una presión fiscal del entorno del 39% o 40% del PIB, ligeramente por debajo de la media de UE, que en la actualidad está alrededor del 41%. Cada país expresa con estos datos su filosofía, forma de organización y necesidades sociales.
¿Por qué digo mejoras públicas? Las Administraciones en nuestro país, en estas últimas décadas, han generado conocimiento y prácticas que en muchos casos han pasado a ser referentes internacionales: la gestión de datos sanitarios, la teleasistencia, la gestión tributaria son un buen ejemplo.
¿Dónde pueden estar los retos que hacen que, en muchos casos, estas mejoras no se perciban? Una de las respuestas rápida y evidente es en la simplificación de normativas y procedimientos.
Europa está generando un sinfín de normas y procedimientos, con el supuesto objetivo de aunar y racionalizar la reglamentación comunitaria. Este conjunto de medidas se debe trasladar posteriormente a la legislación interna de los Estados miembros, y, en nuestro país, en muchas ocasiones escalarla a las Comunidades Autónomas en forma de leyes/reglamentos a aplicar.
Los propios Estados también establecen sus leyes y normas, y así temas que van desde la salud de las personas, control de productos y seguridad alimentaria, al control de la emisión de partículas contaminantes por parte de las empresas, y muchas otras más, se abordan con un sinfín de procedimientos que hacen que, en la mayoría de los casos, vayamos acumulando normas y criterios sin aunar y simplificar los procesos administrativos que conllevan.
A lo largo de los años hemos ido sumando, agregando, generando un “corpus normativo” de difícil comprensión para el común de los mortales, pero considerado necesario e imprescindible para cumplir con los criterios de la Unión Europea.
Frente a este panorama/panoplia legislativa, la tarea más compleja y ardua posible es la de simplificar con el propósito y la necesidad de agilizar la Administración pública. Este ha sido un objetivo reiterado por todos los Gobiernos, sin menoscabo de la ideología que representan. Es y ha sido una de las promesas electorales de los últimos lustros.
La tecnología, la digitalización, la gestión del big data y la llamada inteligencia artificial pueden ayudar en esta tarea de simplificación. Son instrumentos útiles y necesarios. Agencia Tributaria, Tráfico, Salud, DNI, pasaportes, etcétera son buenos ejemplos, pero tenemos ámbitos de mejora no menores, tales como la concesión de licencias de obras, de apertura de locales para actividades económicas, la cartilla de las explotaciones agrícolas, las licencias para instalar energías renovables… Son gestiones que, a menudo, generan frustración.
Los trámites para acceder a ayudas públicas y otorgarlas son claramente perfectibles: entre las convocatorias y la recepción real de la ayuda pasa una inmensidad de tiempo. Toda esta pérdida de tiempo, además de dinero, nos hace perder competitividad respecto a otros territorios, tanto en el marco estatal como europeo.
Cierto es que las Administraciones, sea cual sea su nivel, europeo, estatal, autonómico o local, deben ser transparentes y garantistas, pero a la gente le gustaría saber y tener conocimiento sobre los tiempos previstos de licitación, concesión y adjudicación reales. La llamada seguridad jurídica. Tal vez es una quimera, pero intuyo que, con personal público capacitado en el uso de las tecnologías, y con una buena motivación de servicio público, se pueden agilizar muchos trámites y acortar calendarios formalmente eternos.
La innovación y las mejoras deben formar parte de la agenda pública. Primum vivere, deinde philosophari es poco poético, pero la mayoría de los ciudadanos quiere certezas en un mundo incierto. Mi modesta opinión, no pretendamos grandes reformas, acotemos las mejoras a objetivos factibles y posibles. Planteemos los avances, de forma gradual.