Vuelve Trapero a la dirección de los Mossos. Todo esto es muy literario. Tenemos aquí a un personaje –caso psicológicamente interesante de ambición, soberbia, ambigüedad, instinto de supervivencia y, en fin, inteligencia— que resucita del ostracismo. Creo que se hizo famoso por las fotos en las que vestido de veraneante preparaba la paella para Rahola y Puigdemont, en casa de aquélla en Cadaqués, entre otros elementos: aquella connivencia con el poder fue indecorosa y un error de imagen inexplicable del señor Trapero. Pero, claro, si el President y la Rahola te piden que cocines un arroz, ¿qué vas a hacer? Arremangarte y ceñirte el delantal, tarareando L’Estaca.

Tras la eliminación de los terroristas yihadistas del atentado en las Ramblas y en Cambrils en agosto del año 2017, sin recurrir a la colaboración de la Guardia Civil ni de la Policía Nacional, se convirtió en fetiche de los separatistas, e hizo vender muchas camisetas con su frase, emitida, en una mixtura interesante de catalán y castellano, de “Bueno, pues molt bé, pues adiós”, en una rueda de prensa cuando se ausentaba un periodista de Ávila incómodo porque Trapero se obstinaba en hablar sólo en su peculiar lengua vernácula. “Pos molt bé”.

El oficial de la Guardia Civil Diego Pérez de los Cobos, que tuvo que intentar frenar el referéndum ilegal –sin éxito, salvo por el triunfo insólito y superior de que no se produjese ni una víctima mortal, contra lo que querían los golpistas para disponer de algunos mártires a los que luego sacar rendimiento publicitario-, y que luego, en agradecimiento a sus delicados servicios, sería represaliado por el ministro de Interior Fernando Grande-Marlaska, Pérez de los Cobos, decíamos, acusó a Trapero en el juicio de colaborar por activa o por pasiva con los delincuentes, y poco menos que de sabotaje del dispositivo policial para frenar el referéndum. Estaba dolido, e iba a por él. Pero Trapero es mucho Trapero. Alegó que en que aquel día infausto para nuestra democracia sencillamente no pudo hacer más sin provocar una catástrofe. Cada uno es libre de creerle o no. Yo, vistos sus antecedentes raholianos-puigdemontianos, tiendo a no creerle, pero admiro su resiliencia.

En el juicio, en el que se jugaba la libertad, que es el mayor bien del ser humano, se defendió con temple –bravo por su abogada Olga Tubau, que supo provocarse un llanto convincente y muy femenino en su alegato de defensa-, e incluso explicó que tenía dispuesto un operativo para detener a Puigdemont en el caso de que se lo hubiera ordenado algún magistrado. Esta revelación –creíble o no: eso también depende de cada uno— le granjeó el aborrecimiento de los suyos, que le degradaron como a Marcello Mastroianni en “Doppio Delitto”, postergado en una comisaría de arrabal en castigo por un “incidente” (no recuerdo qué había hecho mal el pobre Marcello). Pero obtuvo la absolución de los cargos y no tuvo que pisar la cárcel. Lo primero es lo primero. Demostró inteligencia.

Así, bajo el mandato siniestro y ridículo de ERC (¡qué partido, señor! ¡Cuántos crímenes y tonterías a lo largo de su historia!), tuvo que pasar la travesía del desierto, alimentándose de sapos y culebras, y aguardando a que pasara por delante de su puerta el cadáver del enemigo, sin quejarse ni dar declaraciones a la prensa, en marcial silencio: otro signo de inteligencia en un país donde todos los tontos gritan y hablan por los codos. Ignoramos si durante esa travesía del desierto ha estado conspirando en la calle Nicaragua para recuperar los galones cuando llegase la ocasión, o bien si la restauración como director general de los Mossos le ha llovido del cielo. Sea como sea, otro triunfo.

Su restauración, y la de los miembros represaliados de su equipo, después de la segunda y rocambolesca fuga de Puigdemont, y de las patéticas explicaciones que dio su sustituto Eduard Sallent (“No esperaba esto de un presidente de la Generalitat”), también indican inteligencia por parte de Salvador Illa, el nuevo presidente de la Generalitat: al rescatarle del ostracismo se asegura su lealtad incondicional (esto está en la naturaleza humana) y da un signo de cambio, de etapa nueva.

Todo esto tiene cierta belleza narrativa. ¿No es bonito ver al derrotado volver para vencer? Benhur haciendo descarrilar a Mesala. Miguel Strogoff azotando a Iván Ogareff, que creía haberle dejado ciego (“¡golpe por golpe, Iván Ogareff!”, le decía, mientras le daba vergazos con el knut). La nueva consellera de interior, Núria Parlon, ha despachado a Sallent con inequívoca displicencia (“Les comunico que el señor Sallent ha sido cesado”), pero le ha encargado a Trapero que no tome represalias con los que le dañaron. Bien está, hay que ser magnánimo, la venganza es fea y mezquina, aunque desde luego determinados elementos no deberían seguir en el Cuerpo: los que burlaron a sus camaradas ayudando a escapar a una presa especialmente codiciada (Puigdemont) incurrieron en imperdonable doblez y son síntomas de que es imperiosa una purga entre los Mossos, si no expulsando a los elementos nocivos –cosa difícil, ya que son funcionarios—, aplicándoles el método de persuasión llamado del palo y la zanahoria: diez palos y una zanahoria pocha hasta que renieguen del Maligno y estén a lo que hay que estar.

De momento, Trapero cabalga vincitore. No me lo imagino volviendo a Cadaqués, vestido con camisa hawaiana, a prepararle la paella a Rahola y sus amiguitos del alma. Con eso ya no ganaría Trapero nada, más bien lo contrario; y, como hemos dicho, tonto no es.