Esta semana me he dejado una pasta gansa en solicitar copias de títulos académicos, expedientes y documentos varios que nunca debería haber perdido. Empezando por mi título de First Certificate, el examen oficial de inglés que demuestra que tienes el nivel B2, aunque lo hicieras cuando tenías 14 o 15 años.

“¿En qué año se presentó usted al examen?” es una de las preguntas que se incluyen en el extenso formulario online de la Universidad de Cambridge para solicitar una copia. ¡Y yo qué sé!, pienso mientras sigo completando casillas y rezo para que el precio final –que aún no se me ha comunicado– no sea disparatado. No tengo suerte: 137 GBP, unos 160 euros, que pago a regañadientes con mi bonita tarjeta de crédito de La Caixa color azul Playmobil.

El día anterior tuve que contactar con otra universidad inglesa para recuperar mi título de posgrado en Historia del arte (2005). El trámite costaba 10 GBP, 12 euros, a pagar por transferencia bancaria. Un precio razonable, hasta que descubrí que como los costes tenían que ir todos a mi cargo, el total de la transferencia ascendía a 57 euros. No está mal, teniendo en cuenta que lo único que me enviarán es un papel con un sello y una firma oficial que muy bien podría solucionarse con un cruce de e-mails entre las secretarías de los centros interesados.

Una vez reciba la copia de mis títulos, se los entregaré a una universidad de aquí, que me cobrará por convalidarlos y ahorrarme así tener que completar determinadas asignaturas del programa de estudios al que me he matriculado. Un lío burocrático carísimo, vaya, pero que me ha servido para comprobar que la educación superior (al menos la privada) se ha convertido hoy en un negocio de chupasangres.

Me consuelo pensando que, después de tanto pagar, disfrutaré estudiando de nuevo. “Siempre se me ha dado bien estudiar, al final se trata de leer, comprender, documentarse y resumir, lo que llevo haciendo toda mi vida como periodista”, le digo a una amiga cuando le explico que esta semana empiezo las clases a distancia y que no pienso usar ChatGPT para hacer los trabajos.

“¿Alguna vez lo has usado?”, me pregunta, curiosa. Le confieso que no, que hago boicot a ChatGPT, y que me pone los pelos de punta saber que mi prima le pidió a ChatGPT que le organizase una ruta de trekking por los Pirineos este verano, que mi hermano lo usó para ayudarme a redactar un e-mail controvertido a un ser querido (“yo recibo este e-mail y no me creo una sola palabra, me suena falso”, le dije, sin saber que lo había escrito el Chat GPT) o que alguien sea capaz de usarlo para escribir una novela. “¿Para qué voy a pedirle que me ayude a escribir una novela si me gusta hacerlo a mí?”, me pregunto.

“No hay vuelta atrás, Andrea, acéptalo. Vienen tiempos difíciles, en los que no sabremos qué es real y qué es fake, o producto de la inteligencia artificial”, me dijo la novia de mi hermano, en tono catastrofista. Si la IA nos redacta los e-mails a nuestros seres queridos, nos hace los trabajos de la universidad, nos diseña las invitaciones de cumpleaños de nuestros hijos o las rutas de nuestras vacaciones, menudo aburrimiento será la humanidad. Ya no quiero estudiar.