Confieso que acostumbro a callarme ante cualquier buen amigo que me enumera las razones para el pesimismo o la desazón sobre la situación política en España, particularmente en lo que se refiere a la cuestión territorial o en cuanto a la polarización partidista que se expande por todas las instituciones y degrada la calidad de nuestra democracia.

Quien me haya leído sabe bien que fui muy crítico con la ley de amnistía, pues fue el pago a cambio de una investidura, sin que los separatistas hicieran el menor gesto de reconciliación y arrepentimiento. También que ahora disiento con algunos de los contenidos del pacto entre PSC y ERC para la investidura de Salvador Illa, particularmente con la llamada financiación singular, ya que tiene un aire de concierto e inequidad que resulta muy poco federal, o con la asunción por parte de los socialistas de la política lingüística nacionalista hasta el punto de que Francesc Xavier Vila, el consejero designado en la nueva consejería creada a tal fin, es un independiente próximo a ERC.

Sin embargo, y pese a todo ello, no creo que podamos despreciar la importancia sociopolítica del cambio en la Generalitat tras tantos años de presidentes independentistas. El regreso a la normalidad institucional, con Illa reuniéndose en la Zarzuela con Felipe VI o la introducción de la bandera española en los despachos de la plaza de Sant Jaume y en las delegaciones catalanas en el extranjero, puede parecer anecdótica, pero tiene un gran valor simbólico.

Ahora bien, como escribía la semana pasada Xavier Salvador, “la televisión pública catalana es una asignatura pendiente en la normalización de la convivencia”. Sin duda, la prueba del cambio en Cataluña pasa porque Illa sea capaz de erradicar el sesgo separatista e hispanófobo de TV3 y Catalunya Ràdio, de lo que no fueron capaces ni Pasqual Maragall ni José Montilla, que cedieron la comunicación a sus socios de gobierno. Sorprende que, en los pactos de investidura, ERC no haya incluido ninguna referencia para garantizar que los medios públicos, que cuentan con plantillas sobredimensionadas y sueldos generosos, sigan siendo favorables a la causa nacionalista con la excusa del catalán y la catalanidad.

Seguramente no hacía falta, pues ni Sigfrid Gras ni Jordi Borda pueden ser cesados por el solo deseo del PSC. Fueron designados a mediados de 2022 nuevos directores de TV3 y Catalunya Ràdio, respectivamente, mediante una prueba de selección pública y abierta, según la ley de la CCMA, y su mandato va para largo. Con todo, sería injusto no reconocer los esfuerzos que han hecho desde entonces esos dos profesionales por rebajar el poder asambleario y la hinchazón vivida durante el procés, etapa en la que los medios gubernamentales se convirtieron en auténticos instrumentos de agitación y propaganda. Aciertan ahora centrándose en captar nuevos públicos y aumentar los decaídos ingresos publicitarios.

Ante el desánimo y el pesimismo de algunos amigos creo que es bueno recordar que no estamos peor hoy que hace una década. Acabamos de pasar la Diada y, si echamos la vista atrás, en 2014, hay que recordar que el separatismo lograba movilizaciones impresionantes, seguramente las más importantes de la historia de Cataluña. Recuerdo que, en aquellos años, desde Societat Civil Catalana contábamos con un equipo de profesionales y voluntarios, organizados en el Observatori Electoral de Catalunya, que se dedicaban entre otras cosas al recuento de la participación en las manifestaciones separatistas a partir del método superficie por densidad y el cálculo con las informaciones del Institut Cartogràfic de Catalunya, de las imágenes aéreas que ofrecía TV3 y de las fotografías ofrecidas por las entidades organizadoras (ANC y Òmnium). Jamás eran tantos como decían, y los medios repetían acríticamente, pero hace una década el separatismo estaba fortísimo, y lograba sacar recurrentemente a la calle a cientos de miles de personas, mientras los constitucionalistas reunimos en 2014 a unos pocos miles en Tarragona y, excepto en 2017, nunca alcanzamos cifras relevantes de asistencia. Ni que decir tiene que hoy la manifestación de la ANC ya no abre ningún informativo, excepto para constatar su decadencia. 

Siempre hemos dicho que no se podía confundir una manifestación, por muy concurrida que fuese, con la voluntad democrática. Los catalanes nos contamos en las urnas, en elecciones pluripartidistas, así como en los diputados que se sientan en el Parlament. El independentismo ha obtenido mayorías absolutas desde el inicio del procés, pese a no tener mayoría social, pero en 2024 ya no ha sido así. Ese es otro cambio importante que nos debería alejar del catastrofismo. El número de catalanes que se sienten “solo catalanes” ha caído por debajo del 20%, el deseo de independencia se encuentra en mínimos de una década, y los que aún confían en que la secesión se producirá no llegan ni al 5%. 

Hace una década no existía la brutal polarización entre derecha e izquierda, que se inicia a partir de 2019, pero una institución como la Corona, piedra angular de la Constitución de 1978, estaba en cuestión. En 2014, Juan Carlos I se vio obligado a abdicar y Felipe VI era una incógnita. Una década después, la monarquía ha superado la prueba y ya muy pocos dudan de que la princesa Leonor será algún día reina de España. En 2014, la situación económica del país era frágil, todavía arrastrábamos las consecuencias de la crisis del 2008 y el riesgo de implosión del euro. Recortes en los servicios públicos, rebaja en los sueldos, congelación de las pensiones, etcétera.

El separatismo funcionó como una utopía disponible ante una crisis múltiple. Al cóctel se añadía la aparición de Podemos, formación que llegó a encabezar las encuestas, y que veía en la cuestión territorial el eslabón débil para forzar por descomposición un proceso constituyente con aires bolivarianos. En la escena internacional, el referéndum en Escocia abría la puerta a una secesión en democracia, lo que hubiera creado un precedente de gran impacto en Europa. Hoy todo eso se ha deshecho como un azucarillo, por lo que, pese a todo, tampoco estamos tan mal. O por lo menos mejor que hace 10 años.