La televisión pública catalana es una asignatura pendiente en la normalización de la convivencia, la fraternalidad y la reputación catalana. TV3 ha sido durante los últimos años una suerte de arma de destrucción masiva de esos valores. Lo que fue un medio de comunicación público moderno, avanzado y vanguardista se ha convertido con el paso de los años y de sus dirigentes en una carísima concesión al nacionalismo más radical e hispanófobo. 

Nadie quiere hincar el diente en la televisión pública. Da miedo a los profesionales que en ella prestan su servicio, pero ni les cuento el temor que irradia entre los políticos. La plantilla está sobredimensionada, los salarios son galácticos, la publicidad se hunde cada día que pasa y, lo peor, se sabe que la verdadera dirección es casi asamblearia, fruto del poder que los profesionales han acumulado en sus años de historia.

TV3 cuesta unos cuarenta y pico euros cada año a todos los catalanes. Se resguarda de la crítica en el supuesto papel que ha ejercido en la defensa del catalán. Falso. El imaginario identitario que ha desarrollado en los últimos tiempos la tele pública catalana ha convertido la lengua en un instrumento de comunicación antipático, excluyente y hasta xenófobo en ocasiones.

Para construir la identidad catalana se ha destruido la identidad castellanohablante de Cataluña, que no es menor. Cuando el catalán fue una lengua de libertad al final del franquismo hubo una tendencia social generalizada para adoptarla como representativa de unos valores de transformación y democracia que se han perdido. Cuando los malos hablan en español en series y películas, los jugadores de los equipos de fútbol que no hablan catalán se dejan para los últimos en ser entrevistados (salvo Messi y alguna otra figura con patente de corso), el relato televisivo de identidad prima una Cataluña rural y modélica frente a una España casposa y retrógrada no es de extrañar que muchos catalanes se fijen en los 250 millones de euros anuales que cuesta el invento a las arcas públicas.

Mientras Antena 3 con 450 profesionales a su servicio consigue ganar 120 millones al año, TV3 con unos 2.500 pierde la totalidad de la aportación pública. Vamos, que lo de la falsa coartada de la lengua ni es barato ni es una broma. Televisió de Catalunya no es la BBC. Más quisieran sus defensores y los profesionales que la dirigen sin cargo ni galones. Comparada con otras televisiones públicas autonómicas ya no destaca por sus informativos ni por la producción de espacios televisivos innovadores y novedosos. Lo consiguió en sus primeros años, pero con el paso del tiempo es tan folclórica y regionalista como cualquiera otra española con la diferencia de que es mucho más cara y presuntuosa. Por no entrar en las productoras de algunos payasos profesionales que se han hecho de oro acariciando las tesis que han perdido su poder en las urnas.

No tengo el gusto de conocer al director de TV3, Sigfrid Gras. Sí que pude compartir un almuerzo con el de Catalunya Ràdio, Jordi Borda. Me pareció un tipo razonable, un profesional serio y para nada un hiperventilado nacionalista. ¿Qué les pasa, pues, cuando les conceden los galones del cargo que se tornan cobardes y se dejan llevar por la masa asamblearia? Los "Puta Espanya" que se han lanzado desde un espacio de la radio pública no serían más que una anécdota si no mostrasen a las claras que cualquier productora y cualquier becario muy cafetero tiene más capacidad de dictar la línea editorial que la propia dirigencia del medio. Cuando ya se les ha escapado el radical irredento, con apelar a la libertad de expresión y refugiarse en los derechos fundamentales se olvidan las obligaciones aún más básicas de los medios públicos de comunicación.

Estimado Salvador Illa, poner orden en TV3 es tan urgente como neutralizar a los energúmenos de la policía patriótica que se han instalado entre los Mossos d’Esquadra. Para la convivencia que predica el muy honorable presidente y la inclusividad que ha hecho posible su investidura y posterior gobierno el asunto de TV3 no es una cuestión menor. Y sorprende que ERC, con una destacada posición en las tripas de la tele pública, no haya forzado alguna referencia en los pactos sellados para garantizar que ese medio de comunicación siga alimentando desde las ondas el nacionalismo que perdió las elecciones.

Es necesario que en la televisión pagada por todos los catalanes aparezca una representación real de la sociedad catalana y no una burbuja idealizada de la Cataluña que si deviene independentista tendrá helado de postre. Es una tarea ardua, y vistos los primeros movimientos del Govern de Salvador Illa no figura entre las prioridades. Pero, apreciado y muy honorable presidente, no lo olvide. La comunicación es también democracia o quizá es la nueva democracia. 

Las componendas o los paños calientes pueden servir para indultar, amnistiar y –si se hace bien-- mejorar la financiación, pero hay elementos estructurales de convivencia y normalización que conviene abordar. Con su estilo, por supuesto, pero que la mano de hierro dentro del guante de seda no olvide una estructura viciada de medios públicos de comunicación. Hay que poner sensatez en las relaciones con los medios privados, por supuesto, pero su Ejecutivo no puede olvidarse de los financiados con el dinero común. Traiga agua para evitar las sequías, recupere la energía verde, mejore las infraestructuras viarias y ferroviarias, pero no se olvide, por favor, de que muchos catalanes llegamos a desintonizar o llevar al final de nuestro mando a distancia el (los) canal (es) de la televisión pública por la imposibilidad de contemplarlos sin asistir a un deleznable espectáculo de endogamia sectaria, partidaria y radical, en la forma y en el fondo.

De Salvador a Salvador, tómeselo en serio.