Enumerar a los protagonistas de esta columna me ha llevado a rememorar, y de ahí el título, la cuarta novela –una de mis favoritas, por cierto– del escritor estadounidense William Faulkner, autor al que obsesivamente trato de plagiar para mayor enojo y reprimenda del inmenso José Sazatornil. El ruido y la furia, obra publicada en 1929, narra la decadencia, miseria y destrucción final de una estirpe otrora poderosa en el corazón del tradicionalista sur de Estados Unidos. Cambien ustedes, en ágil sinapsis, a los rebeldes sureños por sediciosillos catalanes, y a la Navy Jack de la Confederación sudista por la estelada y asunto arreglado. Como dicen los ingleses, two of a kind…
Para ira y furia contenida, aunque al parecer finalmente mutada a un estado más positivo, ahí tienen ustedes como ejemplo la actitud de Josep Miquel Arenas, rapero atorrante, muy conocido en su casa familiar a las horas de comer y lavar la ropa, que durante años ha dado la brasa como muchos secundarios del procés catalán bajo el nombre de Valtònyc. Junto a otros espantajos como Toni Comín, Valtònyc tomó las de Villadiego –¡Pies para qué os quiero!– emulando a Carles Puigdemont, el majadero supremo; a Marta Rovira, la mocoseta sollocines; a Anna Gabriel, la huele axilas, y a Clara Ponsatí, la que abre las puertas del infierno. Todos huyeron como alma que lleva el diablo ante aquel contragolpe de Estado tope fascista que fue el 155 de Mariano Rajoy, el pusilánime.
Desde aquella histórica evasión, nuestro rapero ha sobrevivido gracias a los muchos mejillones, patatas fritas y otros mariscos que caían de la colmada mesa de la Casa de la República en Waterloo. Amnistiado y ya de regreso en España, Valtònyc se ha despedido de los escenarios y de su público en el Tingladu –el festival alternativo anual de Vilanova i la Geltrú– explicando que durante mucho tiempo ha vivido embargado por la ira y la rabia, pero que todo eso ya es agua pasada, pues dedicarse a rimar estrofas de protesta, alcachofa en mano, ya no tiene sentido existiendo las redes sociales.
Asegura que ya no le interesa la política más allá de que Cataluña debería tener derecho a decidir su futuro. Piensa en quedarse a vivir en Bélgica trabajando, como viene haciendo desde hace algún tiempo, como programador informático. Y es que cuando finalmente la pasta entra en el bolsillo el nacionalismo salta por la ventana. En el futuro podrá contar a sus nietos el suplicio que le suponía improvisar colchones electrónicos y ritmos vocales, micro en mano, cada vez que Puigdemont, hasta las cejas de ratafía, agarraba la guitarra y se empeñaba en parir una versión tecno tonta del Penny Lane de The Beatles.
Ira y furia peor llevada es la de Carles Puigdemont. Y no es para menos. Debe ser tremendamente frustrante ver cómo gracias a esa ley de amnistía, que él dictó hasta en los puntos y las comas, todos regresan al terruño y vuelven a sus vidas, recuperan el poder político o se reubican en lo económico y en lo social. Todos, o casi todos, menos él. A Cocomocho nada le sale a derechas –perdón: nada le sale a ultraderechas–. Hasta el Tribunal Supremo se atreve a enmendar la plana a Cándido Conde-Pumpido y al resto de sanchistas del Tribunal Constitucional, asegurando que lo suyo no es amnistiable y que si viene se le detiene y directo al calabozo. A buen seguro nuestro golpista favorito vive con la permanente sensación de estar en pleno Far West y con el temor diario a que un nuevo pasquín de busca y captura venga a sustituir al anterior, elevando la recompensa por su cabeza, vivo o atontolinado.
Por todo eso, a pesar de su absoluta frustración, rabia, vocinglera, gritos y amenazas, Cocoliso no cruzará el Misisipi ni cabalgará hasta O.K. Corral ni armado hasta los dientes. Sabe que ha perdido y no lo quiere aceptar. Se revuelve, maldice todo cuanto se mueve y blasfema. Se ve irrumpiendo en plan cinematográfico, cual héroe cubierto por el polvo del camino, wínchester en mano, en el Parlament, dispuesto a reventar el pleno de investidura –que llegará en breve– de Salvador Illa. Al doliente socialista de triste figura el prófugo de Waterloo le acusará de ser un don nadie, un peón sanchista, un colono, un involucionista, una maldición para Cataluña. Y a Oriol Junqueras, a Marta Rovira y a los de ERC, los pondrá de vuelta y media por renegados, por malos catalanes y por botiflers. Pero ni de ocurrir algo así –cosa harto improbable dada su proverbial cobardía– se saldría con la suya. Porque los días de Puigdemont han terminado. Y él lo sabe.
En el mejor de los casos, si es que los de Junts le siguen aguantando –abocados como están a una larga travesía por el desierto–, y tras pasar unos días o semanas entre rejas, Puigdemont podría intentar ejecutar la torva venganza que a buen seguro acaricia. Ya saben: teléfono rojo, llamamos a Alberto Núñez Feijóo y respaldamos su moción de censura al impresentable de Pedro Sánchez. Solo en esa tesitura, completamente fuera de control, Puigdemont puede ser un auténtico peligro para la secta sanchista. De hecho, no es el PP ni Vox quien tumba los proyectos de ley, los topes de déficit, o los presupuestos generales del Estado presentados por un partido agarrado con cola de impacto al poder, pero incapaz de legislar. Es Carles Puigdemont, y también, por descontado, otros representantes de este absurdo e inútil Gobierno de co-aflicción progresista, quienes dinamitan, una y otra vez, todas las propuestas que se someten a votación en la Cámara Baja.
En medio de tanto ruido y de tanta furia las negociaciones que conducirán a la investidura de Salvador Illa están cerradas. Falta por saber en qué sentido votarán los militantes de base republicanos. Los términos y cesiones levantan ampollas incluso entre las filas socialistas. García-Page ya calienta en banda.
Así es el infame ruedo ibérico de la política española en los días del autócrata de Moncloa.