Van a leer ustedes –si es que aún mantienen esta noble y ancestral costumbre– y a escuchar en las próximas semanas un sinfín de eufemismos, medias verdades y mentiras sobre el acuerdo político entre el PSOE y ERC para, si la militancia republicana no lo impide a última hora, investir a Salvador Illa como nuevo president. El regreso del PSC a la Generalitat, que las urnas formularon como una posibilidad, al no otorgarle la mayoría parlamentaria suficiente, tiene un coste inmenso: el sepelio (definitivo) de la España de las autonomías. Y Pedro I, el Insomne, que camina hacia la autocracia asamblearia a toda velocidad ante el regocijo de la izquierda idiota –la que sacrifica los verdaderos valores republicanos en favor de sus frustraciones de adolescencia y juventud–, está dispuesto a dárselo: un cupo catalán que sustrae de la caja única del Estado todos los tributos estatales en Cataluña, condenando al resto de las autonomías a una infrafinanciación crónica, especialmente a aquellas más pobres. 

Dicho de otra forma: Sánchez va a vender España al PSC que, como sabe todo el mundo, a excepción de los integrados, no es más que una réplica del nacionalismo insolidario con una máscara diferente. Como suele ocurrir en el teatro, el disfraz cae a medida que se desvelan los hechos y emergen los anhelos secretos de los distintos personajes. Por descontado, el PSOE va a intentar vendernos lo contrario. Prepárense para la milonga ad infinitum de que el nuevo cupo catalán –cabría llamarlo también antiespañol– no va a ser total ni tampoco inmediato, sino paulatino, “solidario” y progresivo. Un absoluto cuento para alumnos de primaria. 

Un gobernante debe ser juzgado por sus hechos y sus principios. El concierto entre el PSC y ERC ya es, en términos políticos, una realidad fáctica y carece por completo de los segundos, por mucho que la vicepresidenta de Hacienda –la política andaluza con más capacidad para defender una cosa y su contraria, incluso ambas posiciones al mismo tiempo– quiera poner escabeche en el guiso, amagando con la extensión (imposible) a otras regiones de los privilegios que se les otorgan, gratis et amore, a los dirigentes independentistas, delincuentes condenados por sentencias judiciales firmes hasta que el indulto y la amnistía volvieron a resucitarlos. Se trata de una hipótesis tramposa: la amnistía sacrificó el principio de la igualdad –incumpliendo así la Constitución– y el cupo catalán aniquila la solidaridad entre regiones. Sánchez está a un paso de conceder el referéndum de autodeterminación, que acaso sea la última baza de Puigdemont para intentar adelantar por la derecha a ERC. 

A nadie debe extrañarle este desenlace: ERC, humillada en las urnas, tenía que exigir lo imposible –y un poco más– para ceder sus diputados al PSC. Quería la llave de la caja y también contar con más mecanismos institucionales –contemplados en la parte política del acuerdo– para perpetuar el procés, aunque sea bajo una apariencia distinta. Los socialistas aceptan que Cataluña salga del régimen tributario común y fije a su capricho un tope arbitrario y voluntario para la solidaridad y la cohesión territorial. Nada nuevo. El deseo húmedo del independentismo siempre ha sido fenicio. Los socialistas toleran además que el nacionalismo burle (de nuevo) las sentencias judiciales sobre el uso del castellano en las escuelas catalanas, goce de más mecanismos de propaganda independentista pagados con el dinero de todos –embajadas, representación propia en la Unesco, selecciones deportivas– y un foro para alimentar un conflicto político que sólo existe en la cabeza de quienes viven (como reyes) del enfrentamiento entre los ciudadanos.

La batalla territorial está servida. La guerra va a ser larga, aunque todavía sean una incógnita los cauces exactos en los que se librará. Los recursos de constitucionalidad que presentarán el resto de autonomías –Andalucía, Valencia, Aragón o Castilla-La Mancha– tendrán escaso recorrido, si es que no se retrasan de forma indefinida, dada la composición de los jueces (políticos) del Tribunal Constitucional, que tras el borrado del escándalo de los ERE, ha dado ya una muestra categórica de cuál es su obediencia debida a los deseos de la Moncloa. Si los tribunales, cuya independencia está seriamente cuestionada, no defienden el ámbito constitucional contra los pactos políticos que lo invaden, lo enmiendan o directamente lo ignoran, sólo queda la movilización ciudadana, igual que sucedió a finales de los años setenta, para impedir una España de dos velocidades: una donde las élites de Cataluña y el País Vasco disfruten de derecho de pernada y otra en la que los servicios públicos colapsen por falta de recursos estatales. Esto es lo que está en juego.

El PSOE puede engañar –viene demostrándolo en el último lustro– a mucha gente durante mucho tiempo, pero la rendición catalana, más que previsible porque Sánchez se salvó –hace ahora un año– de perecer gracias al PSC y a los independentistas, que siempre han sido la misma cosa, hace difícil sostener este trampantojo de forma indefinida. El problema de fondo, como dejó escrito hace muchos siglos Domicio Ulpiano, magister libellorum, ilustre jurisconsulto romano y tutor del emperador Severo, es que nadie puede transferir a otros más derechos que los que él mismo tenga. (Nemo dat quod non habet). 

Los españoles no hemos votado convertirnos en un Estado confederal. Tampoco la broma de la cogobernanza. Mucho menos hemos validado una soberanía tributaria catalana que va en contra del interés general, es antidemocrática y entierra el modelo autonómico. El PSOE no puede entregar lo que no es suyo, sino patrimonio de todos. El pacto PSC-ERC no es solidario, como cínicamente lo denominan los firmantes. Es una coyunda absolutista y reaccionaria que devuelve a los catalanes (y al resto de españoles) a la condición de vasallos.