Creo que me voy a permitir por primera vez en muchos meses dos licencias a la hora de escribir esta columna canicular. La primera de ellas me exonera de la obligación de tener que echarle sal y pimienta, pellizcos de ironía, a la actualidad política. Nada de política. Qué hartazgo. Ya basta de política… ¿Recuerdan aquellos felices tiempos pretéritos de sol, mar y playa, en que todos nosotros, Vicente y el resto de la gente, y ellos, esos mediocres que nos desgobiernan y nos amargan la sangría, la siesta y la posterior partida de mus a la sombra, acordábamos tácitamente concedernos una larga y benéfica tregua de dejación y olvido mutuo? Pues eso. Ellos, a Doñana o a la porra en Falcon; y nosotros, en playeras, al chiringuito más cercano.
Por lo tanto, hoy no me dedicaré a sacarle punta al divorcio de Santiago Abascal y Alberto Núñez Feijóo, ya que los dos se muestran, eso dicen, más felices que un ocho de liberarse de tan forzada unión; tampoco me detendré en sacarle punta al regreso de una desmejorada Marta Rovira a tierras catalanas tras años de mísero exilio y gran hambruna en Suiza. Yo soñaba con verla cruzar la frontera a lomos de un burro blanco catalán, altiva y en pelota picada, a lo Lady Godiva de Coventry, reclamando piedad y financiación singular a su maltratador marido, el Estado español, pero lo hizo sin glamur alguno y con su habitual cara de bleda cocida; renunciaré también a reírme hasta perder la mandíbula de esos medios de comunicación “no fangosos” –y libres, por tanto, de toda sospecha de intoxicación– que publicaron que unas presuntas balas fueron presuntamente disparadas por el presunto rifle de un presunto magnicida seguidor de Joe Biden contra un tal Donald Trump, que se agachó raudo tras el atril y presuntamente se embadurnó la oreja con presunta salsa de kétchup. La teoría ha causado furor entre la intelectualidad de izquierdas en X. Toma ya. Mermados al poder.
La segunda licencia me salva de mi propensión a extenderme en exceso; tendencia nacida de un afán recopilatorio, cuasi enciclopédico, que me acompaña desde que tengo uso de razón y que, mucho me temo, puede acabar aburriendo hasta a las moscas en estos días de celeridad informativa. Hoy me ceñiré a aquella máxima del Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián que sin duda conocen: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo…”.
Ocurre que hoy es un día feliz, absolutamente feliz; un día que ninguna injerencia, ninguna intromisión política de baja estofa, debería perturbar. Hoy casi estoy por sumarme a la promesa del genial y encantador Marc Cucurella, comprarme un aerosol y teñirme el pelo de rojo. Porque hoy todo es rojo. Gloriosamente rojo. Felizmente rojo. Un rojo que nada tiene que ver con el rojo de la siniestra zurdidad progresista ni con el rojo eternamente enojado de la diestra que se revuelve atrapada en su impotencia. Hoy, amigos, todo gira en torno al rojo de la Roja.
El domingo, la selección española de fútbol culminó, con un magistral brochazo final, una impresionante obra de arte, creada a lo largo de las últimas semanas con infinita paciencia y asombrosa táctica en el lienzo de una Eurocopa ganada por cuarta vez a mayor gloria del deporte español. Durante siete inenarrables y electrizantes encuentros, a cual mejor, Unai Simón, Carvajal, Le Normand, Laporte, Cucurella, Rodri, Fabián, Dani Olmo, Lamine Yamal, Nico Williams, Morata, y el resto de jugadores, hasta 26, que conforman la plantilla oficial de la Roja, lograron desbancar a todas las selecciones de la Eurocopa, con Italia, Alemania, Francia e Inglaterra a la cabeza. También a las más modestas Croacia, Albania y Georgia. Ni una derrota. Ni un solo empate. Máximos goleadores. España, la mejor de 24. Arrolladora, espectacular.
Ver jugar a la Roja y atestiguar, con el asombro estampado en el rostro, su disciplina, su talento, su posesión elegante, precisa y ágil, del balón, su fluir acrobático, su dominio del campo, ha sido puro deleite, puro éxtasis, incluso para aquellos que, como yo, no somos expertos ni vivimos enganchados al fútbol de forma permanente. Verles disfrutar en absoluta comunión de espíritu sobre el terreno, libres de ego, sin afán de notoriedad, de forma fraternal, sin importar ni el color de la piel o la procedencia, como una pandilla de chavales ilusionados y bien avenidos, seleccionados uno a uno por Luis de la Fuente, un formidable entrenador, analítico y cargado de fe, no se paga ni con todo el cochino oro de este cochino mundo. Y en los labios de todos ellos solo se leía una palabra: España.
España ha estado en sus labios de forma permanente. Pura y sana autoestima. En la fiesta final en Madrid, con decenas de miles de jóvenes congregados coreando sus ocurrencias, los vítores a nuestro país, que es, y así lo proclaman con orgullo, el mejor de los países posibles en los que vivir y ser feliz, fueron una tónica constante. Deberíamos todos aprender de ellos y dejarnos de gaitas.
No lo duden, estos chicos han sido un ejemplo que evidencia muchas cosas que todos deberíamos llevar grabadas en el corazón. Y es que juntos somos más, juntos somos una armada invencible, juntos no hay enemigo, escollo o problema que no podamos superar, ni temporal u Horatio Nelson que nos mande a pique. Juntos lo somos todo. Más allá del fútbol, más allá de la victoria, copas y fama mundial, ese es el mensaje más importante que la Roja nos ha regalado.
Cuando en medio del silencio y la tensión de los últimos minutos del encuentro el insuperable pase de balón de un catalán melenudo puso en la punta de la bota de un jugador vasco el tanto de la victoria, en una docena de casas vecinas se cantó el gol hasta la afonía. Y durante la siguiente hora todo fue euforia y tronar de petardos y cohetes. Nada tendría esto de insólito a no ser por el hecho de que la práctica totalidad de mis vecinos son independentistas. Raro, raro, raro…
España entera ha celebrado por todo lo alto este triunfo histórico, difícilmente repetible. Se llenaron las plazas en Barcelona, Sabadell, Mataró, Badalona, Reus y Tarragona; el júbilo lo desbordó todo y la proeza española resonó en medio mundo, desde América hasta Asia. La gente lloró, se abrazó, bailó, bebió y fue feliz. Feliz sin política, sin cainismo, sin odios viejos. Al día siguiente toda la prensa internacional se deshizo en elogios ante la magistral exhibición de España.
Saquen sus propias conclusiones. De tomar como ejemplo la hermosa lección de unidad que nos han regalado estos maravillosos deportistas –Carlos Alcaraz incluido– sin duda podríamos revertir la tremenda degradación social, convivencial, a la que nuestra vergonzosa clase política nos condena día tras día con sus muros, su fango, inquina y mentiras.