La cumbre indepe del pasado fin de semana es el intento enmascarado de Puigdemont de evitar la investidura de Salvador Illa. Les dice a sus camaradas “hablemos del Supremo que no quiere aplicar la amnistía y olvidemos nuestras rencillas”; y, mientras entretiene su destino, la Audiencia Nacional paraliza a García-Castellón exculpando a los del Tsunami Democràtic.
El instructor archiva la causa por terrorismo que apuntaba al propio Puigdemont, Marta Rovira, Ruben Wagensberg y a otros seis ciudadanos. Pero salta otra instrucción, la del juez Joaquín Aguirre, que acelera el caso de la trama rusa y manda a Puigdemont al Supremo acusado de traición por su relación con enviados del Kremlin y reunidos con él en su despacho oficial.
Resucita así El espía que surgió del frío. La ley de amnistía salida del Congreso es una carrera de obstáculos que supera errores procesales (García-Castellón) y se encuentra nuevos obstáculos, como el de Aguirre. El expresident, obviado por todos los Estados europeos, solo fue internacionalizado oficialmente cuando Marine Le Pen afirmó que no le quiere en territorio francés. La dama de la Francia de Vichy, émula de una Juana de Arco falsaria, le tiene por un mal tipo. Le amenazó con expulsarle si seguía paseándose por el Canigó o por la playa de Argelers. Aunque ya no podrá hacerlo, a ella le gusta dominar el Sur como un martillo de herejes, como lo hizo su padre, Jean-Marie Le Pen, un colaboracionista procesado por delitos de odio.
Marine estaba segura de que, después de ganar las legislativas holgadamente, reconstruiría el nacionalismo de la V República, pero ha caído en la segunda vuelta. Ella representa por herencia a la cuota germanófila de Francia que admiró el pabellón de Albert Speer, el arquitecto del III Reich, en la última Expo universal de París, la misma en la que Josep Lluís Sert exhibió el Guernica de Picasso en el Pabellón Español, en plena Guerra Civil.
Le Pen ha sido zaherida en los comicios por su enemigo, Jean-Luc Mélenchon, líder de la Francia Insumisa, quien el domingo por la noche, al sentirse ganador de las legislativas francesas, desató en plena calle el símbolo de Stalingrado, emparentando su mayoría electoral con la victoria del Ejército Rojo frente a las tropas alemanas en la segunda guerra mundial. El Frente Popular francés es un compendio de bolchevismo trasnochado y duro, intercalado por los apuntes poéticos de su líder. Por su parte, la ultraderecha cuenta hoy con un apóstrofe europeo calamitoso, el grupo Patriotas por Europa de Orban, Le Pen y Vox, los amigos de Putin que superan a Meloni y se convierten en tercera fuerza de la Eurocámara.
Lo que murió el pasado domingo en París es la Francia bipolar de De Gaulle. El coqueteo historicista con el Frente Popular de Léon Blum antes de la IV República, convertido ahora en el torbellino Mélenchon. Y este último es el lobo frente al cordero (el presidente Macron) en la fábula de La Fontaine, que el pueblo francés entiende sin parpadear.
Los dos bloques de Le Pen y Mélenchon son antritransversales, lo que podría abrir la posibilidad del Partido Socialista revivido por François Hollande a la hora de alcanzar un acuerdo con el macronismo, la segunda fuerza. Además, el socialismo ya tiene pensado un candidato, Olivier Faure, para ocupar el Hotel de Matignon, sede del primer ministro. El mix entre la izquierda y el centro es la última baza del republicanismo moderado, el mundo amalgamado de François Mitterrand y Régis Debray, que abandonaron su propia ideología en beneficio de la gobernabilidad. La política institucional es el equilibrio republicano y laico que representa la mayoría social, más allá de los escaños.
Francia es un buen espejo. Su relevo demuestra la reacción de la UE frente al populismo, algo a lo que viven ajenos los de la cumbre de Waterloo, que quieren salir de España y de la Unión, pero manteniendo el euro; quieren ser extranjeros en su tierra, pero manteniendo el euro, a riesgo de convertirse en pied-noirs, como les pasó a los argelinos de origen francés que querían mantenerse en la colonia, después de Ben Bella y Boumediene. Su negacionismo alarga el dolor de muelas del pueblo al que dicen representar. El avance de la amnistía aproxima el regreso de Puigdemont, aunque tenga pendiente el delito de malversación denunciado por el Supremo y lo del espía ruso que también ha sido remitido por Aguirre al alto tribunal.
En fin, en medio de tanta tralla político-judicial y mirando a Francia, uno se pregunta si será verdad que los rusos influyeron en el procés. El auto de Aguirre recoge que Puigdemont se asustó el ver que Cataluña podría convertirse en un espacio de libertad para las autocracias. Supongamos que fue así, pero ¿quién hace de George Smiley en esta nueva entrega de John le Carré?