Los partidarios de disminuir drásticamente la afluencia de turistas en Barcelona salieron a la calle este pasado fin de semana. Pedir el final tajante de todo aquello que nos molesta es una reacción comprensible, pero inconveniente. El turismo es el foco actual, pero ha habido otros. A la sociedad hay que llevarla a un estadio en el que pueda pensar las consecuencias de sus demandas y las administraciones, movidas, a veces, por el sentimiento de caer en gracia, adoptan en ocasiones actitudes irresponsables que solo hacen que excitar los ánimos de quienes ni quieren ni son capaces de detectar otras consecuencias.
Cuando la idea central que cala es que Barcelona tiene que cargarse una buena parte del turismo que recibe, nos encontramos precisamente en una de esas encrucijadas difíciles de solventar. ¿Podemos mutilar la primera industria de la ciudad? Sin duda, no. Ahora bien, podemos como ciudadanos exigir a nuestros dirigentes que velen por la convivencia global. Para acercarnos a un punto de equilibrio admisible, en el que ni el negocio ni los nervios se resientan, es preciso que el Ayuntamiento en lugar de querer bombardear una parte del sector turístico legal, adopte medidas efectivas para evitar el fraude y los excesos.
El fraude en forma de infraestructuras ilegales que campan a sus anchas con poca o nula intervención de la Administración y que solo aportan molestias sin que el erario se beneficie con sus impuestos. En el capítulo de los excesos: la forma de actuar del consistorio debería ser individual, sobre los turistas (o locales) que molestan, que son incívicos, que gritan, que orinan en el espacio público. Si no queremos un turismo de baja calidad, en primer lugar, hay que cortar la promoción dirigida a ese caladero y, en segundo lugar, demostrarles que la vida en Barcelona no es una experiencia al estilo parque temático donde todo vale, mientras que el barcelonés tiene que protegerse, atemorizado.
Para cortar esas actitudes ya saben, multas y mano dura. Y por supuesto que al Ayuntamiento no le tiemble el pulso para idear un sistema que además de punitivo sea efectivo y logre cobrar las sanciones. Si el motor del negocio turístico funciona, mejor para todos. Quienes creen que aquí por cuatro perras pueden poner la ciudad patas arriba tienen que comprobar que eso será imposible, pero para lograrlo, el auténtico elemento disuasivo de ese turismo chusquero, necesitamos que la Administración esté a la altura.
El consejo a los munícipes es claro. Engrasen bien los mecanismos de su principal responsabilidad para que la ciudad no sea un infierno y destinen recursos de verdad para ello. Quizás algunos de la tasa turística. Y regulen el mercado, pero con precisión quirúrgica, sin equivocar el tiro, porque de lo contrario habrán amputado actividades y el problema persistirá.