El caso del incremento de los aranceles para los coches eléctricos chinos muestra lo débil y desorganizada que se encuentra Europa. Más allá del fundamentalismo liberal, que de vez en cuando no viene mal, tampoco hemos de ser más papistas que el Papa.

China y otros países juegan con armas que nosotros no tenemos o no queremos usar. Ayudas de Estado, bajos salarios, impacto severo en el medio ambiente, semiesclavismo a proveedores en minería en países africanos… el mundo al que aspira Europa es muy diferente al que está construyendo China, pero tampoco podemos ser tontos.

El consumidor europeo no es nada beligerante en su consumo y si puede comprar algo más barato se lo compra, aunque se fabrique con valores que para nada comparte. Comportarse como europeo es caro, y no siempre los europeos nos comportamos de acuerdo a nuestros valores.

La regulación europea va poniendo trabas a suministrar productos fabricados con estándares muy alejados de los nuestros, es cierto. Un claro ejemplo es la ropa, cada vez se pide más información de los proveedores, y de los proveedores de estos. No vale, por ejemplo, que en Europa prohibamos unos colorantes si luego los usamos vía prendas importadas. Algo similar ocurre en el mundo del automóvil, con la agravante de que si no actuamos ahora nos cargaremos una de nuestras industrias más importantes, como ya nos cargamos en su momento la industria textil.

Han sido justamente los políticos europeos los que han puesto a la industria automotriz en una situación crítica. El deseo de tener aire limpio en las ciudades y una mentira sectorial mal gestionada, el fraude en las emisiones, nos ha llevado a un dogmatismo imposible de cumplir. Pasamos de tener una evolución más o menos coherente de las emisiones permitidas para los vehículos a exigir emisiones cero cuanto antes mejor. De ahí nace la obligación del coche eléctrico, una tecnología inmadura tanto desde el punto de vista de los vehículos como, y sobre todo, de las infraestructuras.

La realidad de los consumidores está poniendo el absolutismo eléctrico en su sitio. Una vez que los ricos se han comprado sus caprichos como segundo, tercer o cuarto coche, la gente de a pie no se los compra y el que se lo compra prefiere el coche chino por precio. Los fabricantes poco a poco están aplazando las decisiones de abandonar los motores de combustión y, cuando menos, plantean dos líneas de productos, totalmente eléctricos y al menos híbridos. La revolución eléctrica no será, porque nunca ha habido una revolución en el sector del automóvil, todo han sido, y serán, evoluciones.

En este auténtico laberinto los fabricantes chinos están haciendo su agosto, vendiendo coches mucho más baratos que los europeos a quien no puede comprarse un coche de gama alta, la gran mayoría de los ciudadanos. Macron, entre otros políticos, ha liderado el establecimiento de aranceles para proteger a la industria europea, pero parece que en Bruselas se han tirado a la piscina sin mucha agua, además en un proceso de Comisión en funciones, entre las recientes elecciones y el nombramiento de los nuevos comisarios. Los constructores franceses parecen estar más o menos de acuerdo, pero no así los alemanes porque producen coches eléctricos en China, como algún modelo de Cupra.

Más allá de la conveniencia o no de implantar estos aranceles, la disparidad de opiniones de los fabricantes demuestra la fragilidad de las relaciones de la otrora poderosa patronal europea, ACEA, y la Comisión. Es muy triste que no nos pongamos de acuerdo ni para defendernos.