Reconozcámoslo, habíamos dado por hecho con demasiada alegría que los resultados del 12 de mayo abrían inevitablemente un cambio de etapa en Cataluña. Con los números en la mano y desde la racionalidad, el argumento era intachable, incluso las elecciones europeas del pasado domingo ahondaban en esa misma dirección, con un independentismo aún más trasquilado frente a un PSC de nuevo victorioso. Y, sin embargo, la sesión de constitución de la Mesa del Parlament el lunes fue todo un viaje al pasado, un regreso a la pesadilla del procés, con desobediencia incluida y discursos abracadabrantes tanto del presidente de edad, Agustí Colomines, como del nuevo presidente de la cámara catalana, Josep Rull, ambos de Junts.

Gracias a ERC, Carles Puigdemont ha logrado hacerse con el control de los tiempos de la investidura. Los republicanos han entrado en un proceso de guerra civil interna que ha obligado a Oriol Junqueras a dimitir preventivamente para intentar recuperar el poder dentro de unos meses, y que ha dejado al frente de la formación a la esencialista expatriada Marta Rovira, más proclive a entenderse con Junts y Jordi Turull.

Lo que pueda suceder en adelante nadie lo sabe. Desde ERC afirman que la elección de la Mesa del Parlament nada tiene que ver con la investidura del próximo president, pero esta es una lógica absurda. De entrada, han renunciado a presidir el Parlament, que el PSC les ofrecía a cambio de un pacto de legislatura, y le han regalado tres meses de autobombo a Puigdemont, que explotará al máximo la épica de su regreso tras la publicación en el BOE de la amnistía.

El expresident no tiene nada que perder en una repetición electoral, mientras ERC carece de candidato. No parece que los 20 diputados republicanos vayan a atreverse a votar la investidura de Illa, que seguramente Rull colocará antes que la de Puigdemont para meter más presión a sus antiguos socios de Govern, a los que en 2022 dejaron en la estacada. Aunque para ERC volver a las urnas sería un suicidio, el partido está roto y carece de dirección, lo que favorece los intereses de Junts.

A Salvador Illa el escenario se le ha complicado porque los sucesivos reveses de los republicanos han desautorizado su estrategia pragmática, con lo que, si nunca fueron un aliado de fiar, ahora son más imprevisibles y pueden acabar haciendo cualquier cosa por muy contradictoria que parezca respecto a sus intereses.

El termómetro marca bloqueo, con un cambio de etapa que embarranca, y una legislatura española que también puede saltar por los aires si se comprueba definitivamente que la amnistía no ha servido para ese cambio de ciclo que tanto se propagaba. Solo para que Puigdemont vuelva a hacerse con la hegemonía del independentismo y exija a Pedro Sánchez la abstención del PSC a su investidura si quiere seguir contando con sus votos en Madrid.

En realidad, la amnistía siempre fue eso mismo, una compra de votos para otra investidura, que se vistió de reconciliación para hacerla digerible al votante socialista, pero que dio la razón al relato del puigdemontismo, que ahora se siente fuerte para impedir que se abra una nueva etapa en Cataluña.