Los que estén familiarizados con la aplicación de citas Bumble sabrán que debajo de cada foto de perfil hay un botón que dice “Envía una reacción”, pero yo, que voy embalada por la vida y creo que necesito gafas de ver de cerca, leí “Envía una redacción”. ¡Qué gran idea!, me reí, pensando que por fin había dado con un tipo ingenioso. Mi elegido se describía como biólogo y profesor de secundaria, así que lo de la redacción me encajaba. “¿Sobre qué quieres que te escriba?”, le pregunté impaciente.

Poco después, me di cuenta de mi error de lectura y de que mis posibilidades de que ese hombre me tomara en serio probablemente habían caído en picado. Sin embargo, los dos coincidimos en que lo de enviar una redacción era mucho mejor idea que enviar una “reacción” a la foto de alguien luciendo tipito o haciendo escalada. Mi redacción esta semana, por ejemplo, se hubiese titulado 36 madres y hubiese divagado sobre por qué me da tanta pereza asistir a una cena de madres del cole la semana que viene.

Al principio íbamos a ser solo un puñado de madres de la clase de mi hijo —a las que ya más o menos conozco y me caen bien—, pero la convocatoria se amplió a las madres de la otra clase y ahora seremos un montón de mujeres encerradas en un restaurante comiendo butifarra con patatas un viernes por la noche. ¿No podríamos organizar una reunión más divertida? ¿Un aperitivo? ¿Unas tapas? ¿Que vengan hombres? ¿De verdad tengo que sentarme a la mesa en plan formal junto a un grupo de desconocidas que no sé si me caerán bien o mal?  

Siempre me ha costado interactuar en fiestas, bodas, cenas de grupo y reuniones multitudinarias con mucho ruido. Quizás sea porque tengo un tono de voz bajo y no sé imponerme, quizás porque soy un poco introvertida, quizás por falta de personalidad. No lo sé. El caso es que no soy una persona de grupos, nunca lo he sido. Siento que no encajo y no acabo de disfrutar del momento.

Me siento más cómoda en petit comité, cenas de tres o cuatro amigos, donde se puede hablar de algo durante más de cuatro minutos seguidos. Quizás sea una actitud heredada de mis padres, y que parece que mi hijo también ha heredado. Tiene solo tres años y medio, pero ya veo que prefiere jugar mano a mano con un amiguito o a su aire que intentar integrarse en un grupo más grande. “Hoy en el parque estaba Lucía, pero ella prefería jugar con la Aina”, me dijo el domingo con mucha serenidad.

Otro de los motivos por los que suelo huir de las cenas de grupo (en especial de las calçotadas) es porque me aburre tener que estar sentada en una mesa durante horas y sentirme forzada a hablar. Me hace sentir mayor. Tal y como observa Rainha Cohen, periodista de The Atlantic y autora de un libro sobre la importancia de la amistad, los adultos deberíamos aprender más sobre la forma en que los niños hacen amistades.

“Muchos adultos prescinden de las reuniones desenfadadas y los juegos imaginativos que hacen que las amistades juveniles sean tan vibrantes. Aunque las amistades evolucionan de forma natural a medida que crecemos, no tienen por qué perder esa vitalidad. Seguir adoptando un enfoque infantil de la amistad en la edad adulta puede fortalecer y alargar los vínculos”, escribe en un artículo reciente. Según Cohen, quedar con amigos solo para ponerse al día —un café, una cena— puede acabar resultando aburrido.

“Jugando y perdiendo el tiempo juntos como hacen los niños es como se crean los recuerdos”, señala, citando estudios de Jeffrey Parker, profesor de Psicología de la Universidad de Alabama. Después de analizar conversaciones grabadas entre niños y sus amigos durante más de una década, Parker identificó que lo único que suelen necesitar los niños para entretenerse es un espacio compartido, los compañeros adecuados y su imaginación.

“Cuando un niño introduce una idea inesperada, el otro debe replicarla para que funcione”, escribe. Se trata de una “estrategia de alto riesgo” (puede que le rechacen), pero cuando sus ideas encajan, consiguen inventar algo nuevo. Y así se forman las verdaderas conexiones, concluye.