48 horas después de que Pedro Sánchez nos comunicase que pensaba seguir al frente de la presidencia del Gobierno, parece evidente, escuchando primero su declaración institucional el lunes por la mañana, y después las entrevistas que ha ido concediendo a RTVE y a la cadena SER, que nunca pensó seriamente en dimitir.
Sin embargo, hay que reconocerle que logró, tanto con la carta que publicó en X la tarde del miércoles pasado, como gracias a su hermetismo total durante los siguientes cinco días, hacernos creer que esa posibilidad existía, y que estábamos ante un hombre roto, que ya no aguantaba más la campaña de ataques personales y hacia su entorno familiar, particularmente contra su mujer.
Hemos asistido a una milonga, solo que en la parte final ha estado muy mal ejecutada por el protagonista, que decepcionó a propios y extraños con sus pobres explicaciones sobre por qué, ahora sí, valía la pena seguir.
Son innegables la existencia de bulos e infamias contra Sánchez y sus allegados, como por otro lado ha ocurrido siempre en política contra otros líderes, pero en las últimas semanas no había nada nuevo, y como él mismo reconoció, a preguntas de los periodistas, la querella contra su esposa, Begoña Gómez, que se adujo como un precipitante para abrir esa reflexión sobre su continuidad en el cargo, no tiene ningún recorrido judicial.
Así pues, es mentira que Sánchez pensara en dimitir. Con esa dramatización lo que ha querido es sacudir la legislatura, la cual, en lugar de estar centrada en aquello que interesa al Gobierno, básicamente en las cuestiones económicas y sociales, donde sus ministros sacan buena nota, está enfangada primero en el espinoso asunto de la amnistía y ahora ya de pleno en el insulto y en acusaciones cruzadas de corrupción o de actividades ilícitas.
El presidente se dolía en RTVE del tipo de preguntas que se efectúan en la sesión de control todos los miércoles en el Congreso. Tiene razón en que el PP no hace una oposición constructiva, o que no cumple con el deber constitucional de renovar el CGPJ, pero Sánchez es un polarizador nato y forma parte del problema que sufrimos.
El lunes decepcionó cuando no concretó ninguna medida, e inquietó a más de uno al hablar de “un punto y aparte” para “poner límites” a una democracia que consiente la difamación, como si no existiesen mecanismos legales contra esa práctica, aunque seguramente se pueden mejorar.
Ni tan siquiera anunció una ronda de contactos con todos los grupos parlamentarios, empezando por el líder de la oposición, Núñez Feijóo, para abordar la necesidad de una regeneración democrática, con medidas legislativas de amplio consenso, que desemponzoñe el debate público.
Indudablemente, sobra crispación y agresión verbal, de la que Sánchez pretende ser juez y parte, pero el presidente no predica con el ejemplo cuando habla de “fachosfera” para descalificar a los medios que critican al Gobierno.
Sánchez no solo nunca pensó en dimitir, sino que ayer en la SER adelantó su intención de presentarse otra vez a las elecciones, lo cual sorprende de alguien que sale de un proceso personal de reflexión sobre su continuidad en el poder. Como también sorprende que, supuestamente, su mujer no supiera nada del contenido de su carta, según explicó en RTVE, y que se enterase por los medios de esa posibilidad abierta de cesar en el cargo.
¿No estábamos ante una crisis por el coste familiar que tiene ser presidente del Gobierno? No es creíble que su mujer no estuviera al corriente de su iniciativa, y no se entiende bien por qué miente ahora. En Sánchez hay un fondo de impostura que nos hace a muchos desconfiar del personaje, aunque detrás de sus mentiras haya una verdad incuestionable: la urgencia de elevar la calidad del debate público y regenerar la democracia.