Sea por la física cuántica o por lo relativo de cualquier percepción a través de los sentidos, no hay realidad idéntica a otra, por más que pueda haber soluciones idénticas o equivalentes ante sustratos similares (véase, incluso desde la biología, el propio fenómeno de la evolución convergente que hace parecerse a ictiosaurios y delfines o a Triceratops y rinocerontes). Mutatis mutandis, si hay una época con ciertos paralelismos con la actual es el Mediterráneo en los tiempos del emperador Justiniano I.

Nacido en Tauresium (en la antigua Yugoslavia, tierra donde nacieran también grandes emperadores, hombres fuertes militares, como Aureliano, Diocleciano y Constantino), a Justiniano le debemos el sueño de la renovatio imperii o restablecimiento del esplendor imperial romano a lo largo del Mare Nostrum (además de la compilación del Derecho romano, con el Digesto). El antiguo Imperio romano de Occidente había sucumbido ya en el año 476 (tras la deposición de Rómulo Augústulo –diminutivo, no sin sorna, del primer emperador– por el bárbaro hérulo Odoacro).

Las tropas comandadas por el celebérrimo Belisario (gran general, motivador de precedentes de los “cantares de gesta”) acabaron con los vándalos del norte de África y los ostrogodos de Italia, recuperando también territorios de manos de los visigodos (Baleares y sureste de España). Sin embargo, vinieron tiempos convulsos, no sólo por las conquistas, sino por una pandemia, la Peste de Justiniano (primer gran brote de peste bubónica reconocido), que acabó con buena parte de la población de Constantinopla (con su recién remodelada Santa Sofía) o Alejandría (cerca de la cual, en el puerto de Pelusio, comenzaron los primeros contagios). Sin embargo, no es específicamente esta la gran similitud con el momento actual que aquí quiero destacar.

En los inicios de su reinado (tras suceder a su tío Justino, que había alcanzado el trono medrando desde la guardia), Justiniano (o Flavio Pedro Sabbatius, nombre con el que nació) se enfrentó a la conocida como rebelión Niká (“victoria” en griego). Lo que comenzó en un rifirrafe entre las facciones rivales del hipódromo (las similitudes entre Verdes y Azules, y otras rivalidades políticas, futbolísticas e ideológicas actuales son evidentes) derivó en disturbios, incendios y asesinatos (llegándose a destruir el palacio y la iglesia de Santa Sofía, previa a la actual).

La población, nos dice Procopio de Cesárea (cronista y, luego, difamador del emperador con su Historia secreta), no respetaba “ni matrimonio ni parentesco, ni lazos de amistad, incluso aunque los que apoyaban a diferentes colores pudieran ser hermanos o tuvieran algún otro parentesco”. Ansioso, acorralado y acusado, Justiniano pensó en dimitir, pero justo se lo impidió la mujer más importante de la antigüedad tardía: Teodora.

Cual si de una fusión de laboratorio entre Shakespeare y Quevedo se tratare, las frases atribuidas a la emperatriz son lapidarias: “Yo, por mi parte, entiendo que la fuga redundaría en mayor daño para nosotros; ahora más que nunca, aunque en ella encontráramos la salvación. El que ha nacido ilustre, debe afrontar la muerte; quien ha ascendido al solio imperial no ha de querer sobrevivir a su dignidad, viviendo en el exilio. Dios no permite que nunca me vea despojada de esta púrpura, o que llegue un día que mi presencia no sea saludada con aclamaciones de emperatriz. Tú, Augusto, si prefieres la fuga, puedes hacer lo que te plazca: tienes dinero suficiente; he aquí el mar y he aquí las naves. Pero ten mucho cuidado, no sea que, después de tu huida, se mude tu actual esplendor en una muerte ignominiosa. En cuanto a mí, me atengo al viejo proverbio que dice: la púrpura es el mejor sudario”.

Justiniano consiguió imponerse ante la rebelión y no escurrir el bulto, sabiendo redirigir el Imperio y alcanzar, parafraseando a Javier Gomá, “ante el sórdido hecho biológico de la muerte, la esperanza de inmortalidad”. La renuncia en ese momento hubiere derivado (como con las medallas de Simone Biles) en una catástrofe frente al éxito. Sólo lo inverso de lo baladí de la peste privó a su Imperio de una plena renovatio. La renuncia o abdicación (no hablaremos aquí de la diferencia, o no, entre renuncia o abandono a efectos civilísticos) de un emperador se ha valorado como virtud o felonía, según el momento y periplo del Basileo.

Antes que Benedicto XVI, quien tuvo la generosidad de dar un paso al lado ante los impedimentos de la edad (a diferencia de otros), Diocleciano (conocido, precisamente, por las persecuciones a los cristianos) reformó el Imperio (predisponiéndolo para durar varios siglos más) antes de renunciar al trono e instalarse en su recién construido palacio de Split.

Aunque su edicto sobre precios máximos fue un fracaso en el intento de contener la inflación (precedente no siempre estudiado por dirigentes actuales) y su sistema de la Tetrarquía fue dinamitado por, quizás, el dirigente más importante de la historia, Constantino (quien aprendiera de él, en tanto que “rehén” con el que asegurar la lealtad de su progenitor, césar en aquel entonces, Constancio Floro), Diocleciano reformó el ejército, la división territorial (creó las Diócesis, terminología antes romana que canónica) y, en general, diseñó un nuevo Imperio que perduraría (hasta 1453 en su mitad oriental, y según se mire, hasta la actualidad en el Vaticano).

La abdicación de Diocleciano, harto ya de disputas y batallas, ha sido vista a lo largo de la historia como un ejemplo de virtud, y, de hecho, cuando todo se complicó entre sus sucesores, su antiguo camarada, también anciano, pero más apegado al poder, Maximiano (quien construyó el mayor palacio del Imperio que una inoportuna estación de AVE en Córdoba destrozó) le rogó, vía mensajero, que volviera al poder, a lo que él le contestó: “Dile que si pudiera ver las coles que planté con mis propias manos no me pediría que abandone la paz de este lugar para embarcarme en una lucha por el poder”. Como Ratzinger, Diocleciano supo irse cuando tocaba, y acontecer ejemplo.

Pero también hubo un ejemplo de renuncia a medias, y quién sabe si instrumentalizada; me estoy refiriendo al retiro, a Capri, del emperador Tiberio (el “resentido”, según Gregorio Marañón en su célebre obra). Harto de la corte, y quizá superado por las comparaciones con su padrastro Augusto (pues era hijo de su esposa, Livia), decidió dejar sus funciones e irse a un palacete en la isla frente a la costa amalfitana. La gestión del Imperio, recién creado tras la caída de la República romana, se delegó en Sejano, y las crónicas nos indican que todo fue un despropósito.

Se mire por donde se mire, la renuncia al poder es cuasi imposible y el uso de la abdicación, siempre peligroso. Cuándo es cobardía, dicha o dejación… sólo lo sabrán los cronistas posteriores, o quizá algún señalado especialmente informado.