El fallecimiento este pasado lunes de José Antonio Ardanza, lendakari entre 1983 y 1999, ha sacudido la campaña autonómica vasca y obligado a lanzar una mirada sobre el pasado reciente. Esos fueron unos años muy duros en Euskadi, tanto por la virulencia del terrorismo, que contaba con un apoyo sociopolítico tan resiliente como deleznable, como por el impacto de la reconversión industrial, sobre todo en la primera década.
Al azote terrorista y a la crisis económica se enfrentó Ardanza desde la Lehendakaritza tras la traumática escisión del PNV, que le llevó a sustituir al carismático Carlos Garaikoetxea, enfrentado a la dirección de los jerifaltes del EBB, con la aparición de Eusko Alkartasuna (EA). El segundo lendakari peneuvista retuvo el poder en 1986 gracias a un acuerdo con el PSOE de Txiqui Benegas. La división del voto nacionalista dio en aquellas elecciones la victoria a los socialistas, quienes juzgaron más conveniente ceder la presidencia del Gobierno a Ardanza, formando una coalición paritaria que contaba con Ramón Jáuregui en la vicepresidencia, sin duda una de las cabezas políticas mejor amuebladas del socialismo vasco y español.
Esa poderosa entente hizo posible el pacto de Ajuria Enea en 1988, un acuerdo por la normalización y la pacificación suscrito por todas las fuerzas parlamentarias que dejó aislado al mundo filoetarra y a su brazo político, HB. Esa fue la primera gran derrota del terrorismo, un paso imprescindible para su deslegitimación.
Desgraciadamente, la violencia etarra fue muy difícil de erradicar y una parte de la sociedad vasca jaleaba sus criminales acciones o se mostraba comprensiva sobre sus fines. En 1992, Ardanza pronunció una conferencia en la Fundación Sabino Arana en la que llamó la atención que el entonces lendakari negase que esa violencia fuese la expresión de un conflicto político entre el pueblo vasco y el Estado español, que era el argumento preferido de los grupos abertzales. Defendió algo tan insólito para una nacionalista como que el conflicto era “un conflicto entre vascos”, y que el contencioso había que sacarlo del supuesto teórico de un enfrentamiento entre nacionalismos.
Para Ardanza, cualquier solución debía partir de la premisa del carácter endógeno de la disputa (esa intervención se puede consultar en Antología del discurso político, edición de Antonio Rivera, Catarata, 2016). Por desgracia, su reflexión no fue entonces suficientemente escuchada. Pocos años después, con la llegada a la Lehendakaritza del soberanista Juan José Ibarretxe, los puentes entre nacionalistas y constitucionalistas se rompieron, se firmó el pacto de Estella y el PNV se metió en el laberinto de la consulta de autodeterminación, que sirvió de inspiración unos años más tarde al procés en Cataluña.
Efectivamente, durante la larga década de desafío soberanista recuerdo que desde el independentismo se negaba con rotundidad y casi desde el enfado que hubiera un conflicto entre catalanes. La hipótesis de que la secesión generaba un enfrentamiento interno se detestaba. Se planteaba la cuestión como un problema de Cataluña, y del pueblo catalán como un todo, frente al Estado español. Si acaso, la diferencia de criterio sobre el futuro político catalán debía resolverse votando en un referéndum, pero partiendo del principio de que los catalanes podían decidir al margen del resto de España y de la Constitución.
Se aludía a un “gran consenso” interno, incontrovertible. Recuerdo en esos años del procés haber citado en algunas ocasiones a Ardanza como ejemplo del buen nacionalista, que no dejaba a un lado el criterio democrático, que partía del principio de realidad. Hoy todavía ni ERC ni Junts reconocen que el desdichado procés fue sobre todo un conflicto entre catalanes e insisten con el raca-raca de la autodeterminación.