La vicepresidenta del Gobierno Yolanda Díaz agitó al país hace unos días con su peculiar propuesta de limitar los horarios de bares y restaurantes para mejorar las condiciones de vida de sus empleados y evitar que la trasnochada laboral pasase factura a su salud mental.

Díaz, apartada del foco político nacional durante unas semanas entre la amnistía y las cosas de Koldo, necesitaba recuperar el cañón de luz, el aliado íntimo de cualquier vedette que se precie. Y lo consiguió. Durante pocos días, pero lo consiguió. En este país podemos tener encima de la mesa asuntos de enjundia mayúscula, la discusión de la génesis misma del Estado, y no nos quita el hambre. Ahora bien, se plantea un cambio drástico en el statu quo de nuestra diversión y paran las rotativas.

La proposición se llevó un sonoro rapapolvo generalizado, salvo acólitos de la ministra. A la gente no le gusta que le marquen el ritmo de sus costumbres, especialmente, si con las nuevas ideas aquellas se ven amenazadas. En España tener una hostelería que se descuelga tardíamente en el cierre de su jornada laboral forma parte de la manera de entender el ocio y el ritmo de vida. Otra cosa es, como ya han comentado muchos críticos con la medida, que el Gobierno se ocupe de que los derechos laborales de estos trabajadores no se vean vulnerados. A veces, las propuestas de los gobernantes son desconcertantes y conllevan un punto de irresponsabilidad.

Partiendo de la base que hay que luchar por evitar los abusos, colocar en la diana al sector de la restauración, una de las áreas de actividad clave en el país, es arriesgado. Especialmente si se aduce que el horario puede provocar problemas en la salud mental de los empleados.

En las grandes ciudades hay multitud de ocupaciones cuyo límite horario no finaliza a las seis de la tarde. Empleados de servicios, profesionales liberales, periodistas, policías, e incluso políticos. Cuántas noches no han perdido los profesionales de la política urdiendo una estrategia, una maldad o angustiados por el marrón que iba a publicar la prensa en portada al día siguiente y que algún espía les había avanzado para que ganaran algunas horas de reacción.

No consta que los problemas mentales de nadie sean por volver a casa en horas brujas. Más bien el problema, el desencanto, aparece cuando algunos pretenden tratarte de idiota.

Ahora bien, para quienes creen que una hostelería atrevida por la noche es el germen del mal, yo les recomiendo que se muden a Barcelona, la ciudad donde el ocio nocturno cada vez adopta más costumbres del norte de Europa en lo que al horario se refiere. Cenar un poco tarde en la capital catalana empieza a ser una misión imposible y cuando llega la medianoche las calles de muchísimos barrios toman el semblante que hace unos cuantos años atrás tenían a las tres de la madrugada. Hasta Díaz pensaría que en Barcelona nos hemos pasado con el horario civilizado.