Hoy entierran en Moscú a Alexei Navalni, uno de los héroes de nuestro tiempo. Veremos si alguien se atreve a acompañar el féretro al cementerio, y no ya a lanzar unos gritos de protesta, sino siquiera recogerse ante la tumba. Será altamente peligroso. En Moscú, si alguien tose corre el serio peligro de ser acusado de extremista, y declarado agente de una potencia extranjera de ser deportado a Siberia, como Navalni, que allí ha sido asesinado por orden de Putin. (Nuestro presidente de la Generalitat exige explicaciones… por X. Dicen que el Kremlin está preocupadísimo y que no saben cómo apaciguar al temible sr. Aragonès).

Cuando pensaba en Navalni y en las esperanzas de regeneración democrática que encarnaba, las esperanzas que abanderaba en la desdichada Rusia, yo mentalmente lo comparaba con Vaclav Havel, líder de la oposición ilegal, clandestina, en la Checoslovaquia comunista, o con Nelson Mandela en el África del Sur del apartheid: o sea, disidentes de Estados totalitarios que pasaron casi directamente de la cárcel a la presidencia de su país, llevados hasta allí por el oleaje de la historia.

El ascendente moral de ambos se basaba precisamente en que no vacilaron en arrostrar la cárcel por defender sus ideas. Navalni muy probablemente los tenía como ejemplo; por eso, entre otros motivos, entre ellos destacadamente el de mostrar coraje ante los suyos, cometió la fatal imprudencia de regresar a Rusia cuando estaba a salvo en Berlín. Ese ir voluntariamente, aunque supongo que sin saberlo, al sacrificio, lo convierte en una figura crística.

Sucede que la Checoslovaquia de Havel y el África del Sur de Mandela era dictaduras políticas, no sociedades estrictamente mafiosas como es el caso. Así que, bien pensado, la pasión y muerte de Navalni se asemeja más a la de los jueces del pool antimafia Falcone y Borsellino.

Los analistas optimistas y perezosos, o sea, tontos, sugieren que el asesinato de Navalni es signo de la extrema debilidad y miedo de Putin. Sucede todo lo contrario: ese crimen clamoroso, descarado, a la vista de todo el mundo, de un preso al que ya intentó envenenar, y ello tras la muerte violenta de todos los que le plantaron cara, y además en vísperas de las elecciones que le entronarán como zar durante seis años más, rubrica su impunidad y supone un mazazo demoledor a la oposición, mejor dicho a la disidencia democrática rusa, a la que se envía el mensaje brutal de que debe abandonar toda esperanza.

El tirano no está débil, sino muy contento: no sólo se ha desembarazado por las bravas de su peor pesadilla, ante los ojos del mundo y con total impunidad, sino que sus ejércitos avanzan en Ucrania, y además en breve su amigo Donald Trump puede volver a ser presidente de Estados Unidos e inmediatamente cortar toda ayuda armamentística a Kiev.

Sobre el crimen de Navalni y lo que significa, The New Yorker ha publicado esta semana un reportaje de Masha Gessen, formidable como todos los suyos, bajo el título The Death of Alexei Navalny, Putin’s Most Formidable Opponent. Cuenta, más detenidamente y con lujo de detalles, lo que acabo de explicar. Y además explica de dónde sale, quién era Alexei Navalni: un abogado moscovita nacido en 1976 que se metió en política a principios de este siglo, primero como un nacionalista étnico, "a veces abiertamente xenófobo, y libertario". Pero fue evolucionando políticamente y se centró en documentar la corrupción del régimen y en formar un movimiento basado en la premisa de que los ciudadanos, incluso en Rusia, pueden y deben ejercer un control sobre cómo gasta el Gobierno el dinero.

Fue evolucionando hacia un nacionalismo cívico y convirtiéndose en un socialdemócrata. “Aprendió idiomas”, dice Gessen, “leyó compulsivamente, incorporó nuevas ideas a su programa, y en los últimos tres años aprovechó el púlpito que le ofrecían los juicios farsa a los que tuvo que hacer frente para divulgar su programa”, cada vez más focalizado en el bienestar social y en la denuncia del enriquecimiento ilícito de la nomenclatura. Todo esto lo hizo tan odioso y potencialmente peligroso para Putin que en agosto de 2020 lo hizo envenenar con Novichok, uno de los productos químicos a los que tan aficionados son los sicarios del FSB (antes KGB).

El lector recordará sin duda que Navalni tenía que morir durante un vuelo de Tomsk, en Siberia, a Moscú, pero el piloto hizo un aterrizaje de emergencia en Omsk y los doctores llegaron a tiempo de salvarle la vida. Desde Alemania, adonde los suyos lograron llevarle en medio de un fenomenal escándalo, le medicaron para contrarrestar el veneno, y donde pasaba la convalecencia, logró, gracias a la complicidad de Christo Grozev, periodista búlgaro de Bellingcat (véase en internet qué es esta entidad tan interesante), contactar por teléfono con un miembro del equipo de sus asesinos, Konstantin Kudryatvsev, un especialista en armas químicas según Bellingcat, y haciéndose pasar por un oficial superior, imperioso y amenazante, le arrancó la confesión incluso de dónde habían colocado el agente letal: en la bragueta de sus calzoncillos.

La escena de esa conversación telefónica se incorporó a la película Navalny que el año pasado ganó el Óscar al mejor documental mientras su protagonista, tras regresar a Moscú, se hallaba ya en una cárcel de máxima seguridad, de donde sólo ha podido salir para ir al cementerio.

Cuenta el reportaje de Gessen, entre otras cosas interesantes, que durante años ella y Navalni discutieron sobre la naturaleza fundamental de Putin y su régimen: "Él decía que eran ladrones y estafadores. Yo le decía que eran asesinos y terroristas". Gessen, por cierto, estaba bien documentada para sostener esta tesis, pues es la autora de una terrorífica biografía de Putin: El hombre sin rostro. "Cuando salió del coma, le pregunté si por fin se había convencido de que eran asesinos. No, dijo. Matan para proteger sus fortunas. Fundamentalmente, sólo son codiciosos. Les valoraba demasiado bien. De hecho, eran asesinos”.