El sábado pasado, sin sospechar que al día siguiente me levantaría con un catarro impresionante, tuve una cita muy agradable con un profesor de instituto que, de entrada, me pareció guapo, inteligente y divertido. Hasta que, de pronto, me insinuó que era conspiracionista, y la magia se esfumó.
Según mi interlocutor, la pandemia de Covid y el confinamiento fueron en realidad un complot de un grupo de megamultimillonarios, entre ellos George Soros y Bill Gates, que querían provocar el colapso global de la economía, “para que después los cuatro grupos inversores dominantes puedan hacerse con el control de todo e imponer sus normas”, según publicó él mismo en las redes sociales en marzo de 2020.
De haber leído algunas de sus publicaciones sobre el Covid antes de la cita, ni siquiera me hubiera molestado en quedar. Esa misma semana, precisamente, mi doctora de medicina interna me confesó durante la consulta que todavía está traumada por lo que tuvieron que vivir en el hospital durante la pandemia. “No te imaginas lo horrible que llegó a ser, y lo que no se dijo a la prensa para evitar traumatizar aún más a la población”, me aseguró, visiblemente emocionada.
“¿De verdad eres negacionista del Covid? ¿O solo eres un provocador?”, le pregunté al profesor por Whatsapp cuando me escribió al día siguiente para volver a quedar. Me contestó que él no es negacionista, sino algo “más elaborado y complejo, alguien con pensamiento crítico”.
Todavía no he decidido si quiero volver a verle. Por muy atractivo que me parezca, mi tolerancia con los conspiracionistas y antivacunas es mínima. ¿Le doy una segunda oportunidad? ¿Escucho sus argumentos?
El reconocido columnista y profesor de Harvard Arthur C. Brooks escribía hace unos días en The Atlantic que estar abierto a cambiar de opinión puede reducir nuestros niveles de ansiedad.
“Acumulamos un montón de sesgos cognitivos que nos hacen pensar 'tú tienes razón, descarta cualquier evidencia contraria'”, escribe Brooks, citando el libro Think Again, de Adam Grant, psicólogo de la Universidad de Pensilvania. Estos sesgos incluyen el de confirmación (nos centramos y recordamos preferentemente la información que refuerza nuestras creencias); el de anclaje (confiamos excesivamente en una información clave, normalmente la primera que recibimos) y la ilusión de validez (sobrestimamos la exactitud de nuestros propios juicios y percepciones), entre otros. “Estos sesgos son como una fosa llena de cocodrilos alrededor de la fortaleza de nuestras creencias. Nos convierten en reyes ermitaños, convencidos de que cualquier contraargumento que traspase nuestros muros nos llevará a la miseria”, escribe.
Uno de los consejos que propone Brooks para ser “más felices” es forzar al rey ermitaño que llevamos dentro a ser más humilde. “Cuando tus ideas se vean amenazadas y te sientas a la defensiva, rechaza activamente tu instinto de defensa y muéstrate más abierto”, escribe. Es decir, cuando alguien te diga: “Estás equivocado”, responde: “Cuéntame más”.
¿Y si aplico esta táctica con el profesor mientras cenamos croquetas?
—La pandemia terminará cuando haya orden en el sistema monetario digital.
—Mmmm… Cuéntame más.
Otro consejo que propone Brooks es no ir dejando constancia de tus creencias y opiniones en las redes sociales todo el tiempo, porque acabarán yendo en tu contra. “Las redes sociales han atrofiado nuestra capacidad de reinventar nuestro pensamiento, porque nuestras ideas son cada vez más acumulativas: todas las opiniones que hemos publicado en internet han quedado registradas. Con un historial de creencias tan bien documentado”, añade, “cambiar de opinión sobre algo importante o controvertido puede parecer una debilidad y exponernos a la crítica pública”, concluye.