Tras el asesinato de Navalni, el embajador ruso en Madrid ha sido llamado “a consultas” por el Ministerio de Asuntos Exteriores español. Lo mismo ha pasado en otros países. Es lo lógico. El ministro le dirá al embajador que está muy disgustado, que es muy feo matar al adversario cautivo, y el embajador dirá que él no ha sido, “primera noticia”, “ha sido un accidente”, “cómo se atreve vuecencia a insinuar…”, etcétera.
Está en las atribuciones sustanciales del ministro hacer este paripé. En cambio, ¿se puede saber con base en qué el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, declara solemnemente: “Hay que dar explicaciones y que de inmediato se aclaren las circunstancias de la muerte… Desde Cataluña enviamos nuestro pésame y apoyo a los parientes y a todos los opositores al régimen ruso. Vuestra lucha no será en vano”?... ¡Y estas sandeces las declara en X, que es como escribirlo con un Bic en la puerta del retrete del café Zúrich!
¿Estamos tontos? ¿Tan poco consciente es ese señor del papel que ocupa, de cuáles son sus atribuciones reales –por cierto, clamorosamente desatendidas, como se está viendo con la sequía?–.
¿No se da cuenta de que su opinión en este asunto vale tanto como la del portero de mi casa cuando yo vivía en Mitre, aquel taradito que, con la boina bien calada, pegaba pegatinas con consignas políticas… en el contenedor de la basura?
¿O cree el señor Aragonès que significa algo, acaso un pequeño consuelo, para los parientes del difunto y sus desdichados seguidores, su opinión y la de su gabinete regional? Un Govern heredero directo, y un partido cómplice, dicho sea de paso, del que buscaba apoyo del Kremlin por vía del señor Josep Lluís Alay, quien dos días después del envenenamiento de Navalni, en agosto de 2020, recomendaba a Puigdemont estar calladitos sobre el tema para no arruinar los pringosos trapicheos que se llevaba con los rusos.
(Ahora perjuran Alay y su compinche Boye que aquellos trapicheos no eran nada. En un país más riguroso y con más autoestima que el nuestro ya hace tiempo que ambos hubieran ido, de sendas patadas en salva sea la parte, a la cárcel, por alta traición, consumada o fallida).
Sería estupendo que fuésemos todos conscientes de nuestra estatura, de nuestra función, del lugar que ocupamos, del trabajo que se nos ha encomendado y de que no hay que tener delirios de grandeza ni estirar más la mano que la manga.
Veamos otro ejemplo reciente e inverso. En el Parlament de Cataluña, Vox propone un minuto de silencio por los dos guardias civiles asesinados por los narcos en Barbate, uno de los cuales era, además, barcelonés. Un caso que ha dolido mucho en todo el país, del cabo de Gata al de Finisterre.
Ese silencioso minuto de simbólica solidaridad en nada hubiera ayudado ni a las víctimas, ni a sus familias, ni al cuerpo al que servían, y la propuesta era, claramente, un uso político obsceno de las muertes con el objetivo de revelar la miseria moral de los partidos nacionalistas y socialista, que, tal como Vox preveía, se negaron al homenaje (la abstención ponciopilatesca en casos así es también negación).
¿Se negaron, nacionalistas y socialistas, por dureza de corazón? ¿O por “no hacer el juego a la extrema derecha”? Da igual: en estas circunstancias es mejor adherirse a ese minuto de silencio-placebo, y caer en la trampa patriótica, y someterse a ese inútil y absurdo minuto de silencio, que quedar como desalmados y alimentar la repugnancia que en toda España, no sólo en Cataluña, tanta gente siente hacia nuestros partidos regimentales, por muchos motivos, entre ellos por detalles antiestéticos como este.
A lo mejor yo estoy tan tarado como aquel portero de Mitre, porque se me ocurre que hubiera sido la ocasión ideal para que Aragonès declarase que él y sus consellers donaban la mitad de una mensualidad de sus disparatados sueldos a la viuda del guardia civil catalán asesinado: hubiera sido otro gesto populista y obsceno, pero muy fructífero.
Pero ca, ese prefiere zafarse de sus tareas reales y escribir consignas de gran estadista internacional en el váter del Zúrich.