Una sociedad que normaliza una mentira tras otra y las protege con leyes, es una comunidad con serios déficits existenciales, cotidianos y democráticos. En ese contexto la convivencia es un paripé y, en todo caso, “la realidad de las cosas” es una coexistencia constreñida y carcomida por una desconfianza permanente hacia sus representantes y máximas autoridades. El reciente discurso de Felipe VI es una advertencia clara sobre el deterioro que están experimentando los distintos poderes del Estado español. El peligro no es sólo el enfrentamiento entre ellos, sino la pérdida de credibilidad que están acumulando cuando es vox populi que la mentira se ampara en las mismísimas leyes.

Después de sus anteriores declaraciones negando la legalidad de cualquier amnistía, ¿quién puede confiar en la nueva presidenta del Consejo de Estado y en la misma institución? Por mucho que alce su voz, todo el mundo sabe que Carmen Calvo no da la talla si hace suya la mentira escondida tras el argumento que se mejora la convivencia con la ley de amnistía. ¿Quién puede creer a cualquier líder nacionalista cuando acusa de prevaricar a numerosos jueces, cuando sus respectivos partidos y Gobiernos autonómicos llevan décadas incumpliendo resoluciones judiciales? Por mucho que se agachen, todo el mundo sabe que no dan la talla si toleran la mentira de la falacia identitaria que todo lo justifica.

Miquel Martí i Pol en un magnífico relato –incluido en su volumen Contes de la Vila de R… (1978)– narró las peripecias de una pareja en esa villa, donde tiempo atrás su señor había dictado una orden que prohibía los enamoramientos entre los hombres de metro ochenta y las mujeres de metro sesenta. Nadie recordaba cuándo se había promulgado el edicto, pero no era necesario que un guardia velara por su cumplimiento. Los mismos habitantes habían interiorizado la orden, la norma se había convertido en costumbre y, llegado el caso, la transgresión se disimulaba. Para qué cambiar la ley si se podía vivir entre cotidianas mentiras.

La apasionada pareja de enamorados sabía que vulneraban la ley, pero continuaron viéndose en privado. Poco a poco se dieron cuenta de que no eran los únicos, otras parejas pasaban por su misma situación y habían encontrado una solución que no estaba penada: se alzaban de puntillas o se agachaban un poco. Era una práctica difícil, pero se fue considerando habitual, y hasta elegante. Pero la pareja de enamorados encontró otra solución sin tener que flexionar sus pies o sus rodillas: poner a sus zapatos unas suelas más gruesas. Ya no había que agacharse o empinarse. Nadie estaba obligado a tener la altura que la naturaleza le había dado, ni tampoco era necesario cambiar la histórica ley. Con sólo elevarse un poco la perspectiva cambiaba, aunque la realidad siguiera siendo la misma.

Y el genial Martí i Pol se preguntó: “I què cal pensar d’una societat que no solamet tolera la mentida, sinó que la converteix en llei?”.