Tengo una sobrina de 18 años que no es muy fan ni de leer ni de estudiar, pero en cambio es fan de una serie que a mí también me gusta mucho: Shameless, una tragicomedia protagonizada por una familia disfuncional de un barrio pobre de Chicago.

“Viendo Shameless te estás culturizando”, le aseguré, orgullosa. Su madre (mi prima) soltó una carcajada sarcástica. “Lo digo en serio. En cada capítulo aprendes algo sobre política americana y los problemas sociales en general, desde el derecho a la sanidad, las drogas o la gentrificación”.

Para desesperación de mi prima, que no soporta la serie, mi sobrina ha empezado a verla por segunda vez. Poca broma. Tiene 11 temporadas (2011-21), lo que te da tiempo a ver cómo los seis hermanos Gallagher, hijos de un padre alcohólico y una madre yonqui y ausente, se hacen mayores y sobreviven entre la violencia y la pobreza del South Side de Chicago.

“El protagonista me pone demasiado nerviosa”, me dijo mi prima, que ha desistido de verla juntas. Se refiere a Frank Gallagher, el padre de los seis niños, un sesentón de ascendencia irlandesa, alcohólico, ingenioso y desvergonzado, que se aprovecha de sus hijos y de sus amantes para seguir adelante con su vida de fiesta y alcohol permanente.

Frank sería el ejemplo de hombre blanco que se ha quedado al margen del sistema y no tiene ningún deseo de reintegrarse, porque no cree en él. Se resiste a asumir responsabilidades y obligaciones, a casarse con ningún valor o ideología. Tan pronto suelta frases crueles y racistas contra los inmigrantes –intuyendo al futuro votante de Trump– como se pronuncia como defensor de los pobres y los oprimidos.

“¡Por fin en casa!” –exclama Frank después de haber sido detenido en la frontera canadiense por traficar con inmigrantes–. “Trabajadores obesos mileuristas comprando detergente de rebajas, cuánto os he echado de menos. Dios bendiga a América”.

Mientras su padre bebe y se droga, sus seis hijos llegan a la adultez sin referentes, sin valores, sin ver realizados sus sueños, porque el sistema les da la espalda. No se convertirán en modelos de resiliencia o heroísmo. No tendrán buenos trabajos ni ganarán mucho dinero. A ojos del capitalismo occidental son, y seguirán siendo, unos fracasados. “Muy pronto, no va a haber ningún judío o ario o hindú o musulmán o mexicano o negro. Sólo habrá ricos y jodidos, y nuestro nieto ya es uno de los jodidos”, dice Frank en un momento de la serie.

Es cierto que la serie abusa de los estereotipos sobre la pobreza y de los giros tragicómicos para hacer denuncia social, pero como forma de sensibilizar al público joven sobre las injusticias del mundo, funciona.

“Cosas raras que hace la gente rica”, suelta en uno de los últimos episodios Debbie Gallagher, la cuarta hija de Frank. “Van de cámping. Votan. Trabajan como voluntarios en comedores de beneficencia. Besan a sus perros. Lavan el coche, incluso en invierno”. A mi sobrina le habrá quedado claro que forma parte de ese colectivo de “gente rica” y privilegiada. Para su cumpleaños le regalé una camiseta con el logo de Shameless. Creo que voy a comprarme una igual.